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El problema no se limita a lo que se dice en una plaza pública improvisada en Manhattan. Viene también de lo que se ordena en los salones del Palacio de Nariño.
Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
La diplomacia es, en esencia, el arte de construir puentes. No siempre son sólidos, ni todos llevan al destino que se quiere, pero sirven para mantener abierto el camino del diálogo en un mundo cada vez más incierto. Para un país como Colombia, cuya voz en el escenario internacional no suele tener gran peso por sí sola, la diplomacia profesional es quizá la herramienta más valiosa que poseemos.
Por eso resulta tan preocupante ver en qué se ha convertido nuestra política exterior bajo el actual gobierno. El episodio más reciente ocurrió en Nueva York, donde el presidente Petro decidió llevar su retórica callejera a un escenario internacional. Sus declaraciones, calificadas como imprudentes e incendiarias, le costaron nada menos que la cancelación de su visa estadounidense. Una sanción de esta magnitud contra un jefe de Estado colombiano no tiene precedentes y marca un nuevo nivel de deterioro en las relaciones con nuestro principal aliado.
El problema no se limita a lo que se dice en una plaza pública improvisada en Manhattan. Viene también de lo que se ordena en los salones del Palacio de Nariño. En un consejo de ministros, Petro anunció que en todas las embajadas se reemplazaría al personal diplomático que no siguiera “su línea”, en especial a los “blancos” con herencia “feudalista”. La frase, además de ofensiva, revela una visión profundamente equivocada de lo que significa representar a un país. Un embajador no está para replicar el discurso ideológico de turno, sino para defender los intereses permanentes de la nación.
Colombia necesita una política exterior seria, capaz de tender puentes con distintos gobiernos, organismos internacionales y actores estratégicos. La improvisación y la polarización no solo debilitan la imagen del país, sino que minan la confianza de quienes podrían ser socios clave en comercio, inversión o cooperación. Mientras otros países invierten en diplomacia profesional, nosotros la reducimos a favores políticos, lemas ideológicos y frases de barricada.
Es cierto que el servicio exterior colombiano nunca ha sido perfecto. En muchos casos se ha usado como botín político y no como instrumento de Estado. Pero había un consenso mínimo: la carrera diplomática debía fortalecerse y la meritocracia debía abrirse espacio. Lo que ahora tenemos es lo contrario: una diplomacia improvisada, con la brújula dañada y al servicio de intereses partidistas.
La tarea de una política exterior madura es representar a todos los colombianos, incluso a los que no votaron por el gobierno de turno. Es asegurar que, sin importar quién esté en la Casa de Nariño, el país mantenga relaciones serias y predecibles con aliados y vecinos. Lo que vemos hoy es lo opuesto: un proyecto personalista, excluyente y poco profesional.
En el fondo, lo más grave no es el episodio de Nueva York ni la ocurrencia de “limpiar” embajadas de funcionarios que no repiten el libreto oficial. Lo verdaderamente dañino es el mensaje que se envía: que Colombia no es un país confiable, que su política exterior depende del humor del presidente, y que la diplomacia dejó de ser un oficio para convertirse en espectáculo.
La historia enseña que quienes desprecian la diplomacia suelen terminar necesitándola con urgencia. Tal vez, cuando se cierre alguna puerta vital para Colombia, se entienda que las embajadas no son extensiones de una plaza pública. Aunque claro, siempre quedará la opción de organizar una manifestación frente a la ONU...