Son muchos los que, al hablar de la mentira, han copiado la idea de Thomas de Quincy sobre El asesinato como una de las bellas artes. Es una verdad perogrullesca, tan diciente de lo anormal normalizado, lo inmoral moralizado, que mentir es más un atributo plausible que un defecto condenable. En el mundo actual, creo que en todas las épocas, el mentiroso debería ser réprobo. Dante acomodó a los que mienten en uno de los pisos del infierno.
Ya hoy, además de burlarse la realidad del castigo infernal, la mentira pasó a ser cualidad de no pocos gobernantes, líderes de diferentes fuerzas y ciudadanos corrientes. Se miente por hábito y con placer, con ufanía y sin vergüenza. El mismo maestro de la ciencia política, Maquiavelo, recomendó maquillar u ocultar al menos la tendencia mentirosa, aunque ya hoy (tal vez siempre) mentir, engañar, da prestigio, influencia y votos y hasta puntos de ventaja en la tabla clasificatoria de la confianza pública.
El mentiroso es rey. El hombre veraz es súbdito ignorado e incómodo, vasallo miserable y excéntrico, perturbador de la paz y la armonía porque tiene el descaro de destapar verdades ocultas y escandalosas o porque es inflexible en la coherencia entre su estructura moral y ética y la práctica rutinaria en la solución de dilemas de conciencia. El criterio de veracidad perdió valor. El antivalor de la mentira es moneda poderosa, formidable, hasta admirable porque el embustero se exalta como genial por sus dotes para disfrazar la mala fe con los recursos inagotables del verbo seductor, de la sonrisa contagiosa, de la pose de vanguardista o progre.
¿Qué puede pasarle a una ciudad donde parte considerable de la gente que marca en las encuestas porque opta por nadar en la moda de extremar la aplicación de la palabra resiliencia como denotativa de conformismo, adaptación al pésimo estado de cosas, aguante de las absurdidades y embarradas cotidianas desde el poder, porque parece preferible escoger el llamado mal menor y no desgastarse en una lucha estéril por la excelencia, la pulcritud, el buen gobierno, el respeto a los asociados, la defensa de tradiciones y costumbres honrosas y ejemplares?
Cuando es patente la amenaza, verificada en la contundencia de los hechos de actualidad, de demolición de lo que se ha construido a lo largo de los decenios, con inteligencia y voluntad, con integridad y claridad sobre lo que es el bien común, colectivo, sobre todo con evidente criterio de veracidad y proscripción del embuste que divide y enfrenta a los vecinos, si no se reacciona a tiempo y con entereza y coraje, la ciudad puede asfixiarse en una atmósfera envenenada por la mentira, así la comparen con una de las bellas artes