Las leyes no lo arreglan todo. Al contrario, con frecuencia mientras más leyes haya más abogados resultarán para esquivarlas. Y más faltones para saltar por encima de ellas. Las leyes se inventaron para que la gente pueda vivir sin devorarse. No para dictar minucias de la vida de entre casa.
En un trino de comienzos de 2012 el historiador y jardinero Jorge Orlando Melo plantó la siguiente verdad, a propósito de la fiesta brava: “me opongo a las corridas pero estoy contra el Estado que prohíbe todo. Usemos la ley contra el homicidio y la burla contra las corridas”.
Una ley contra el asesinato, además de obviedad, es una necesidad para lo dicho: que las personas no se fusilen ni se piquen con motosierra ni se vistan unas a otras de guerrilleros para aumentar el conteo de cuerpos.
Pero leyes contra las riñas de gallos o contra fumarse una mata que no mata o contra comprar empanadas a la veci de la esquina, son no solo extravagancia sino falta de imaginación de gobernantes y congresistas.
El historiador Melo propone una fórmula más eficaz: la burla. Habría muchas otras que, en vez de aplicar el garrote entre rejas, dirijan sobre el supuesto infractor el dedo censurador de sus semejantes. Y en este mundo de ostentaciones, del qué dirán, perder el aprecio público es sanción brava.
Hace poco más de veinte años el director francés Patrice Leconte ganó varios premios con su película “Ridicule”, conocida en español como “Nadie está a salvo”. Los dos títulos son elocuentes. En plena opulencia del palacio de Versalles, siglo XVIII, tiempos de Luis XVI, un ingeniero incauto logra penetrar la atmósfera aristocrática al hacerse amante de una condesa, interpretada por la ardiente Fanny Ardant.
De este modo ingresa a los salones cortesanos, conoce al rey y finalmente defrauda a la dama quien desairada aplica contra él el oprobio del ridículo. El humor negro, el chiste de mala leche, la puya ingeniosa, destruyen la carrera del recién llegado que es aplastado bajo los melindres de la alta sociedad.
A finales del XIX y comienzos del XX los modos franceses fueron imitados por las clases altas de las capitales colombianas de más abolengo. Estas aplicaron a su modo el “ridicule” contra las clases medias que se atrevían a asomarse a sus alcurnias. No necesitaron leyes, sus procedimientos garantizaron que nadie estuviera a salvo.