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No sirves para eso

Parece una tontería, pero para mí fue un gran descubrimiento. Después de todo, a los cuarenta, aún es posible desafiar los paradigmas con los que hemos construido nuestra identidad.

24 de septiembre de 2023
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  • No sirves para eso

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Yo era de las que nunca salía al tablero. Y no por timidez o por pereza. Tampoco porque no hubiera terminado la tarea, de hecho, no recuerdo ni una sola vez en mi vida, haber llegado al colegio sin la tarea lista y aprendida. Yo no salía al tablero porque, tanto el polvillo de la tiza como la textura del tablero, me ponían la piel de gallina. Ninguna profesora se dio cuenta de la verdadera razón y muchas veces obtuve malas notas aun sabiéndome la lección al derecho y al revés. «No sirves para eso. Eres conformista», dijeron todas las veces que me negué a pararme de la silla.

En las clases de gimnasia me destacaba en todo, excepto en las barras asimétricas. Meter las manos a un balde lleno de polvo fino de magnesio era lo más parecido a una tortura. El mismo estremecimiento me recorría la espalda. Pasé muchas clases escondida en la máquina de motores de la piscina para no tener que hacerlo. «No sirves para eso. Eres miedosa», dijeron todas las veces que me pillaron en mi escondite.

Si de lavar platos se trataba, salía corriendo con solo ver el bombril, no podía evitarlo, la textura de la esponjilla me daba escalofrío. Era entonces cuando me decían perezosa. Las clases de manualidades me gustaban, pero admito que todos los trabajos me quedaban feos. Manchaba el papel con el dorso de la mano izquierda. Claro, soy zurda. Nunca pude aprender a pintar ni a recortar sin salirme de la raya. «No sirves para eso. Eres machetera».

Me tomó unos años entender que no era conformista ni miedosa ni perezosa, tan sólo sufro de hiper resequedad en la piel, por eso, ciertos ingredientes y texturas me generan una sensación muy desagradable y, por eso también, me tengo que echar crema humectante más de veinte veces al día.

El calificativo de machetera, en cambio, vine a desmontarlo hace muy poco cuando tuve que acompañar a la mamá al hospital. Lo que debía ser una estadía de horas se convirtió en días y el aburrimiento no se hizo esperar. Terminé en una miscelánea comprando hilos para que la mamá me enseñara a tejer, así nos entretendríamos las dos juntas. «Va a necesitar tijeras —dijo la vendedora—, el problema es que sólo me queda una y es para zurdos». La compré preguntándome por qué nunca antes había tenido unas. Ese día caí en cuenta de que mi problema no era falta de habilidad sino de tijeras adecuadas. No tejí nada porque el resto de la hospitalización me la pasé recortando siluetas de una revista vieja sólo para mostrarle a la mamá que sí era capaz de recortar perfectamente. Ni yo me lo creía. Parece una tontería, pero para mí fue un gran descubrimiento. Después de todo, a los cuarenta, aún es posible desafiar los paradigmas con los que hemos construido nuestra identidad.

Me quedé pensando en lo fácil que permitimos que los demás nos anulen. La gente tiende a opinar y descalificar sin conocer las razones de fondo que motivan nuestros actos. Debemos ser buenos para un montón de cosas que jamás nos atrevimos a explorar sólo porque alguien nos dijo que no servíamos para eso. Menos mal ningún profesor leyó nunca los relatos que escribía en la parte de atrás del cuaderno, pues seguro ni esta columna ni mis tres novelas existirían.

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