Hace un poco más de veinte años se inauguró la Plaza Botero donde se alojaron las 23 esculturas que el maestro Fernando Botero –lleno de generosidad– le donó a la ciudad y que, desde entonces, han sido motivo de orgullo para todos los antioqueños y de admiración para los visitantes; sin embargo, el pasado martes se conoció un grave acto vandálico que afecta a nueve de esas valiosas piezas, sus pedestales y el piso del lugar, porque las obras fueron dañadas con sustancias químicas y su restauración cuesta una suma cercana a los quinientos millones de pesos. Un atentado más que se suma al denunciado el pasado 25 de julio de este mismo año, cuando también varias de ellas fueron rayadas y dañadas por inescrupulosos; y que, además, recuerda el vil e impune crimen masivo de hace más de 25 años contra de “El Pájaro” de la Plazuela de San Antonio, que costó la vida a 24 personas indefensas.
Y no es para menos, cuando se piensa en que ese lugar –a veces con mayor intensidad– se ha convertido desde hace rato en un antro de criminales, drogadictos, mendigos, vendedores ambulantes y enfermos; ahora, de todo, menos turistas a causa de la pandemia. Personas esas a quienes muy poco les importa el arte y, en general, el conocimiento. Por supuesto, este nuevo acto desdoroso contra el patrimonio público, no es otra cosa que una expresión más de lo que también sucede con las mujeres –recuérdese el terrible poder de los símbolos sobre la psique humana–, que son objeto de violencia desenfrenada, maltrato y, por supuesto, de la cruel moda de las lesiones con ácido.
Como es obvio, este tipo de hechos están contenidos en la ley penal como conductas punibles en atención a que se ha producido un daño en bien ajeno agravado sobre varios bienes públicos que son objeto de interés cultural y por la cuantía. Un comportamiento castigado con penas de prisión que pueden llegar hasta los ciento veinte meses y pecuniarias de multa de hasta 50 salarios mínimos aproximadamente, que las autoridades –máxime si hay cámaras de seguridad instaladas en el lugar para recoger evidencias– deben esclarecer a la mayor brevedad posible, para que los responsables sean conducidos ante los jueces.
Desde luego, estos comportamientos –sumados a tantos que se llevan a cabo todos los días, sembrando el terror y el desasosiego entre una comunidad para la cual la seguridad jurídica es un canto de sirenas– invitan a fomentar la siembra de valores en todos los espacios, para que crezcan el respeto por la saber, la civilidad y la dignidad de los seres humanos; aquí, desde hace rato, emprendimos el camino del no retorno. Por eso, todo el gremio de la cultura y la ciudadanía no pueden permanecer impasibles y deben rechazar estas manifestaciones de oscurantismo, vulgaridad y pillaje. Ojalá, como protesta, se pudiera organizar una actividad pedagógica de un solo día –así fuese en forma virtual– para oponerse a este tipo de actos criminales y, como es obvio, desagraviar y agradecerle al maestro.
Llegó, pues, la hora de reflexionar y enderezar el camino para no tener que decir con don José Ortega y Gasset: “no sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa: el hombre de hoy empieza a estar desorientado con respecto a sí mismo, dépayseé, está fuera de su país, arrojado a una circunstancia nueva que es como una tierra incógnita. Tal es siempre la sensación vital que se apodera del hombre en las crisis históricas” (“En el tránsito del cristianismo al racionalismo”, Obras completas, tomo V, (1933-1941), 6.ª ed., Madrid, Revista de Occidente, 1964, pág. 93).
Tenemos que precisar, entonces, dónde radican nuestras falencias y avanzar como sociedad; ello, obvio es decirlo, supone una lucha frontal contra el silencio cómplice, la intemperancia y la barbarie en todas sus formas.