De tanto mostrarse los dientes a lo largo de la severa polarización política, los colombianos han adquirido hábitos nefastos. Hoy no se odian políticamente sino se odian a secas. Neto y radiante odio es lo que hay. Aquello que comenzó como inquina ideológica, hoy es hiel acuartelada en las vísceras.
El descubrimiento es reciente, apenas tiene semana y media. En las pasadas elecciones regionales resultaron derrotados los dos extremos del espectro, los ultras de un polo y del opuesto. Los electores se hastiaron de sobrevivir entre dos candelas y asomó con sorpresa el centro.
¿Sobrevino cautelosamente la concordia entre los antiguos encarnizados? ¿Tendieron los dos bandos una mirada comedida y abierta hacia ese caudal de votantes que les arrebató su centenaria primacía? No, qué va, si estamos en Colombia donde vivir equivale a chocar.
Las urnas dieron un veredicto, pero los corazones mantuvieron una ferocidad. Las masas señalaron su viejo aborrecimiento y su nueva preferencia, durante las ocho horas de los tarjetones. Mas por la noche, luego del festejo en las campañas, volvieron a sus casas donde el hermano siguió nublando el ojo contra el hermano adversario.
En los días siguientes se reacomodaron las inquinas. Después de definirse el renovado mapa político, se fue aclarando un campo de batalla distinto. El norte es la presidencia de 2022. La antigua división entre facciones de derecha e izquierda apareció como un terreno fácil de deslindar: cada cual sabía, por fe, quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Ahora no es así. Existen mil razones más para pelearse. El que es animalista no siempre es feminista, el que acoge a los LGBT no necesariamente se entiende con los evangélicos, al que lucha contra la corrupción todos le buscan la pequeña norma que alguna vez violó.
De repente todos demostraron que su odio está inscrito en el ADN. Que la polarización no ha sido un asunto episódico sino una peste que reconfiguró los surcos del cerebro y las cuerdas musicales de la sensibilidad.
Lo que antes estaba segregado en dos, hoy es un costal de anzuelos. Cada garfio se engarza con dos o tres semejantes, solamente para caer en gavilla sobre los silenciosos, sobre quienes se resisten a ser un país cruzado de cuchilladas verbales o de acero.