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Reproducía partidas de ajedrez que conocía al dedillo. Copiándose del personaje de la “Novela de ajedrez”, de Zweig, jugaba contra sí mismo.
Por Óscar Domínguez Giraldo - oscardominguezg@outlook.com
La vanidad no era su fuerte. Era de bajo perfil como el peón del ajedrez en uno torre, y eficiente como la dama en cualquier parte.
Madrugó a perder su primera partida. Su madre, en un insólito gambito de dama, los abandonó a él y a su hermana Estela. Felizmente, Raquel Restrepo, su tia-madrastra, y su esposo, José Jaramillo, los adoptaron y arroparon.
No estaba hecho para las zozobras del amor y demás minucias de la cotidianidad. “Desvivía”, en la jerga existencialista. Coqueteó con una alumna. Sacrificó su reina para echarse en brazos de Caissa, diosa del ajedrez, a la que le ponía los cuernos con las damas de su descomunal colección de ajedreces. Su amigo y paisano Jaime Arcila Mejía, su Amazon de carne y hueso, le conseguía toda clase de cachivaches ajedrecísticos.
Como su paisano Alfonso Villegas, fundador de El Tiempo, todo lo hizo bien. Estudió ocho semestres de medicina, tiempo que le alcanzó para escribir un libro de semiología en dueto con José Gabriel Mejía. Luego dedicó su genio e ingenio al derecho. Se graduó con una tesis laureada sobre Simón Bolívar, una de sus audacias intelectuales. Fue profesor en las universidades de Caldas y Manizales que lo pensionaron.
Era de piel blanca, casi albino, ojos claros, cabello rubio escaso, dientes superiores anárquicos, baja estatura, delgado como un alfil. Gonzalo Mejía García, su amigo y médico personal que lo acompañó hasta la tumba, lo describe como un filósofo por antonomasia, amén de abogado eminente, con sentido del humor y gran narrador de historias. Su capacidad de asombro y el afán de conocimientos lo acompañaron siempre.
El Funes paisa se sabía de memoria las alineaciones de equipos de fútbol o de ciclismo que recitaba como si fueran poemas humorísticos de Luis Donoso, o discursos de sus paisanos, los Leopardos.
Reproducía partidas de ajedrez que conocía al dedillo. Copiándose del personaje de la “Novela de ajedrez”, de Zweig, jugaba contra sí mismo.
Pasaba buena parte del tiempo en la cama, como el uruguayo Onetti. Se daba el besito de las buenas noches con alguna pieza del ajedrez, sobre todo el caballo que coleccionó e idolatró en altar aparte.
Su vida, su casa, estaban tomadas por el ajedrez que convirtió en tic, enfermedad, pasión, diversión. Lo investigó todo sobre el juego. Su biblioteca era única. Dejó listos dos libros que harían las delicias de los ajedrecistas: “Jaque mate al rey” y “Mil y una partidas”. Andan en busca de editor.
A su muerte desapareció su vasta y costosa colección de ajedreces y de libros. Como soy generoso con lo que no es mío, le propongo a doña Estela, su hermana que, si sabe de ellos, los done a las universidades donde José Félix ejerció. O me los regale a mí. Prometo hacerlos llegar a su destino.