Entre las actividades humanas, la escritura se destaca por misteriosa. No cualquier escritura, por supuesto. La extrañeza campea sobre el lenguaje cuando es libre y se le permite indagar en la almendra de la vida. Es decir, cuando es literatura.
Escribir no es hacer notaría de sucesos ni de sentimientos. Es establecer contacto con una voz que dicta. De ahí viene su sortilegio. ¿Quién dicta? ¿Con qué intención? ¿Es el inconsciente del autor el único responsable?
El filósofo alemán Ludwig Wittgenstein, quien brilló en la primera mitad del XX, comprimió en un aforismo esta inquietud: “de hecho, pienso con la pluma, pues a menudo mi cabeza no sabe lo que mi mano escribe”.
Hoy no hablaríamos de pluma sino de teclado. Tampoco, de mano, sino de yemas...