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PEOR QUE A LAS RATAS

Por Fernando velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

Hace apenas una semana este periódico dio cuenta de la comisión de un atentado execrable contra la vida que, dada nuestra consuetudinaria indolencia, ha pasado desapercibido para muchos y apenas sí se ha convertido en una noticia de tercer orden en los medios de comunicación locales. En efecto, un habitante de la calle –de nombre Edgar Alonso Gil–, quien dormía en una acera del barrio que irónicamente se llama Campoamor, en las inmediaciones de la Terminal del Sur, fue rociado con gasolina e incinerado; el herido, horrendamente quemado en un 85% de su cuerpo, gracias al apoyo de algunas almas caritativas que lo auxiliaron, fue conducido agonizante hasta un centro asistencial donde el pasado lunes falleció.

Como es obvio, un acto tan reprobable como este pone de presente dos cosas diferentes: de un lado, la difícil problemática suscitada por los llamados “habitantes de la calle” quienes deambulan por las vías de nuestra ciudad, sin que las acciones de las autoridades, de personas y entidades que brindan lo mejor que tienen, logren ponerle fin a este grave fenómeno social que cada día crece y se profundiza; y ello, también en otras de nuestras más importantes urbes.

De otro lado, se percibe una situación de indiferencia y falta de solidaridad, que mucho asusta; para el colectivo social este tipo de fenómenos –que deberían conmover hasta en lo más profundo de las entrañas y obligar a reaccionar– parecen haberse tornado normales y a muy pocas personas les preocupan. El dolor y la tragedia humanos, pues, solo estremecen cuando nos tocan en el plano personal porque, en los demás casos, en lugar de tener alojado en el pecho un corazón pareciera que solo tuviésemos una roca.

Ojalá las autoridades locales con los nuevos dignatarios a la cabeza que, ni cortos ni perezosos, salieron a condenar el asesinato a través de las redes sociales y a afirmar que la vida es sagrada, no se queden solo en los discursos de siempre –recuérdese a las pasadas administraciones encabezadas por demagogos, más preocupados en fortalecer sus imágenes personales a costa del erario– y, de verdad, emprendan acciones concluyentes para contribuir a erradicar esta difícil problemática social, con la puesta en escena de programas de ayuda articulados y serios.

Y, como se habla de los servidores públicos, debe tenerse en cuenta que no solo se alude a los que tienen como tarea trazar políticas y hacer asistencia y cuidado, sino a quienes tienen la misión de investigar y sancionar a los autores de infracciones a la ley penal. Crímenes tan escabrosos no pueden quedar en la impunidad y la sociedad toda tiene que saber qué hay detrás de este hecho que, adviértase, se suma a otros graves actos de intolerancia que además tienen como víctimas a esas personas desvalidas e involucran, incluso, a las propias autoridades.

Pero también es tarea de la ciudadanía y los colectivos sociales entender que este asunto concierne a todos, por lo cual se deben adoptar acciones concretas para proteger a estos hermanos que están en riesgo de ingresar a esta tropa de seres humanos repudiados; no vaya a ser, pues, que por nuestra propia indolencia se propicie que parientes y allegados terminen con sus vidas destruidas. En otras palabras: no podemos convertirnos en autores, por acción o por omisión, de estos procesos de abandono y exclusión.

En fin, este doloroso caso muestra como a los miles de seres humanos que deambulan por nuestras avenidas –en malas condiciones físicas y mentales, sucios, hambrientos, desorientados y malolientes– se les trata por algunos (más preocupados por la vergonzosa limpieza social y el exterminio) peor que a las ratas y no se reivindica su calidad de personas investidas de dignidad y derechos; vivimos en una sociedad enferma, excluyente e hipócrita, que nos vuelve partícipes de estos crímenes que no solo interesan al derecho penal sino a la muy lastimada moral colectiva.

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