Son cada vez más los consumidores que se rebelan contra la lógica dominante de consumo orientada a comprar más y con mayor frecuencia. No es sólo que no haya planeta B para soportar los actuales niveles de producción y consumo, sino que muchas personas descubren que consumir y acumular no les hace más felices. Si bien la preocupación por nuestro modo de vida no es nueva, y en la última década han proliferado los libros y documentales sobre cómo ser feliz con menos, se percibe un interés creciente de los medios y la opinión pública por prácticas de consumo responsable, sostenible u orientado al decrecimiento. Al mismo tiempo, surgen algunas preguntas que convendría incorporar al debate sobre este incipiente cambio en nuestros patrones de consumo.
Hasta ahora, la lógica de consumo imperante se resume en que, si te lo puedes permitir, si hay una oferta o, sencillamente, por si acaso, compra.
Hemos naturalizado la premisa de que no debemos desaprovechar una buena oferta; ¿cómo no obtener más por nuestro dinero? Entre conseguir un descuento en el precio de un producto y obtener más cantidad del producto por el precio habitual, la mayoría prefiere lo segundo. Prima la cantidad sobre al ahorro. En términos evolutivos, la habilidad para acumular recursos que desarrollamos como recolectores y, seguidamente, agricultores, explicaría, en parte, la primacía de la especie humana sobre otras y su supervivencia en territorios inhóspitos. ¿En qué momento nuestra capacidad para acopiar se vuelve excesiva?
Si bien se debate la correlación exacta entre bienestar material y felicidad —o satisfacción con la vida—, parece existir consenso en torno a que, una vez alcanzado cierto nivel material, un aumento en este no incrementa significativamente la felicidad.
Deshacerse del impulso consumista en una sociedad construida en torno al acto de comprar no es, necesariamente, fácil. Las razones de la adicción consumista son tanto neuropsicológicas como sociales. Comprar nos proporciona una gratificación inmediata. Y, en realidad, como apuntaba ya el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen hace un siglo, no consumimos objetos, sino el valor simbólico asociado a esos objetos. En nuestra sociedad, somos lo que compramos. Incluso los consumidores responsables y minimalistas acaban distinguiéndose, en términos de Pierre Bourdieu, formando categorías propias a las que el mercado busca atender. Es esta atención permanente que nos presta el mercado la que brinda ahora mismo la oportunidad a los consumidores de reorientar la oferta y, en último término, alterar nuestro modelo productivo. Conforme aumente el número de consumidores que rechazan el consumo en masa y los productos de usar y tirar, éstos irán desapareciendo del mercado. ¿Sucederá esto con la rapidez necesaria para mitigar el impacto sobre nuestro ecosistema del cambio climático y la acumulación de vertidos? ¿Sucederá en todo el mundo por igual?
Otra cuestión en el debate sobre el consumo responsable tiene que ver con el protagonismo de las mujeres. Keynes ya identificó el papel esencial de las amas de casa, en tanto tomadoras de decisiones de consumo, para salir de la Gran Depresión en los años 1930. Hoy, ellas siguen siendo las mayores consumidoras. Dado que subyace un reparto tradicional de responsabilidades domésticas en nuestras sociedades, es fácil concluir que, en la práctica, el consumo sostenible supone una carga superior para ellas. Planificar nuestras compras, reciclar, arreglar, producir en casa, etcétera, exigen tiempo y dedicación.
Es importante asegurarnos que la responsabilidad de un consumo reducido y comprometido sea por igual de mujeres y hombres. Hay que evitar que las nuevas exigencias de una esfera doméstica sostenible recaigan sólo sobre ellas.