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“¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”

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Por Hermann Rodríguez O.

San Antonio Abad nació en Egipto en el año 251 y murió el 17 de enero del año 356, día en que celebramos su memoria litúrgica actualmente. Fue el iniciador de un amplio movimiento espiritual. Se le consideró el Abad, es decir, el padre de los ermitaños, que a partir de mediados del siglo III abandonan las ciudades, en número cada vez mayor, para retirarse al desierto, en Egipto o en cualquier otro lugar, buscando un estilo de vida que les permitiera vivir más radicalmente las exigencias del Evangelio.

Su primera biografía fue escrita por el obispo san Atanasio. En ella, nos cuenta que san Antonio quedó huérfano de padre y madre a los veinte años, heredando una gran fortuna. Poco después, al entrar a una iglesia, oyó leer aquellas palabras de Jesús: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, y dáselo a los pobres y luego ven y sígueme”. Salió de allí y vendió las 300 fanegadas de buenas tierras que sus padres le habían dejado en herencia y repartió el dinero entre los necesitados. Lo mismo hizo con sus casas y mobiliarios. Solo dejó una pequeña cantidad para vivir él y su hermana.

Pero luego oyó leer en un templo aquella frase del Señor: “No se preocupen por el día de mañana”, y vendió el resto de los bienes que le quedaban. Aseguró en un convento de monjas la educación y el futuro de su hermana y repartió todo lo demás entre la gente más pobre, quedando en la más absoluta pobreza, confiado solo en Dios. Se fue al desierto, donde vivía de su propio trabajo en completa soledad. Pero su fama de santidad fue creciendo y atrajo a muchos jóvenes, a quienes orientó en este estilo de vida que se volvió una especie de protesta contra una sociedad opulenta que iba perdiendo los valores del Evangelio en medio de una cultura de la abundancia.

Así como san Antonio, muchos cristianos a lo largo de la historia han respondido con mucha generosidad a las palabras que Jesús le dirigió a este hombre que nos presenta hoy. Tal vez esta es una de las páginas más radicales de la Escritura. Las frases que Jesús dirige a sus discípulos después de que este hombre “se fue triste, porque era muy rico”, son de una contundencia implacable: “¡Qué difícil va a ser para los ricos entrar en el reino de Dios! [...] Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el reino de Dios”. Frases tan exigentes hicieron que los discípulos, asombrados, se preguntaran: “¿Y quién podrá salvarse?”. A lo que Jesús respondió: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para él no hay nada imposible”.

Este Encuentro con la Palabra nos puede dejar una sensación de frustración. No sé cuántos, al oír el domingo estas palabras de Jesús, salgan de la Iglesia y vayan a vender todo lo que tienen para dárselo a los pobres. Supongo que no muchos. Pero no podemos perder de vista que para Dios no hay nada imposible. Dios puede mover nuestros corazones para descubrir la respuesta que podemos darle al Señor en una sociedad como la nuestra. Dejemos que él tome la iniciativa

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