Por Fernando Velásquez V.
La pavorosa práctica de la desaparición forzada, que ha recaído sobre miles de colombianos y sus familias durante las últimas décadas, ha vuelto al escenario estos días cuando los parientes de Jaime Enrique Quintero Cano (incluido su hijo, el conocido futbolista Juan Fernando Quintero) acudieron a los medios de comunicación social para indagarle al, recientemente, designado comandante del Ejército Nacional (el general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda) por la suerte de su familiar, esfumado desde comienzos de marzo de 1995 tras un supuesto altercado que tuvo con él luego de ser reclutado e incorporado al Batallón de Infantería N.º 31, “Voltígeros”, en Urabá.
Desde luego, aparte de la reunión privada celebrada hace unos días entre el militar y la estrella del balompié, el servidor oficial solo ha respondido recientemente en público los reclamos para decirle a éste que lo reconoce como “nuestro ídolo futbolista” y se une “al sentimiento y al dolor de la familia”, y, en fin, le indica que “las puertas de mi Comando en el Ejército estarán abiertas para ti y tu familia”. Por supuesto, extraña mucho que solo después de casi 25 años (durante los cuales los duelos han fracasado en sus acciones contencioso-administrativas buscando la reparación y tratando de ser escuchados) la persona que reclutó al señor Quintero para el servicio militar acepte hablar con un miembro de la familia, y ello por dos razones: una, porque a raíz de su nombramiento el presidente propició la reunión; y, otra, por ser una de las víctimas una figura internacional.
En cualquier caso, quien lidera a nuestras tropas −¡y se le debe presumir inocente!− está en la obligación moral y jurídica de responderle a la familia y al país entero todos los interrogantes; él, no se olvide, tenía entonces mando sobre el reclutado, posición de garante y debía preservar su vida. Por ende, por enfrentarse una probable violación de los derechos humanos, no se pueden minimizar esos gravísimos hechos mediante “solidaridades” tardías, elogios boleros, llamadas presidenciales, reuniones, o con el argumento –¡hipótesis no descartable!– de que medió un proceso de deserción del padre de ocho hijos.
Estas denuncias las tiene que investigar la justicia penal que hasta ahora tiene la actuación durmiendo el inefable sueño de los justos en una gaveta de la Unidad Nacional de Derechos Humanos de la Fiscalía. Por ello, el deportista les reclama a los jueces y al capitán del Ejército con el cual, según se dice, su padre tuvo un altercado –luego de lo cual ordenó enviarlo a Medellín– que le digan quién, por qué, cómo y cuándo se perdió todo rastro de su padre; busca, pues, conocer la verdad y que se haga justicia.
Ese tipo de crímenes, adviértase, es definido en el artículo 7.2.i) del Estatuto de Roma de 1998 como de lesa humanidad cuando lo define como “[...] la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa a admitir tal privación de libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un período prolongado”.
Y el Código Penal –cuando desarrolla diversos instrumentos internacionales y el artículo 12 constitucional que proscribe esa conducta– incluye el delito de desaparición forzada de personas como uno de los más graves atentados que pueda ser cometido por un ser humano (artículos 165 a 167) y lo castiga con penas que, en ciertos casos (por ejemplo: cuando se trata de personas que ejercen autoridad y jurisdicción), pueden llegar a los sesenta años de prisión. Se trata, entonces, de un delito contra los más elementales principios inspiradores de la convivencia civilizada, empezando por la dignidad y la libertad de las personas.
¡Hoy, algo sí está claro: la hasta ahora desconocida tragedia de Quinterito le parte a uno el corazón!.