Somos una tómbola que gira eternamente sobre el eje de una violencia que corroe, los hechos que estremecen se repiten sin cesar en este círculo vicioso que es Colombia, la niña Emberá violada hace ya dos semanas se convirtió en una cifra más dentro de las estadísticas de la barbarie, antier fueron retirados ocho infantes de marina por presunto abuso sexual, del Ejército fueron retirados 12 suboficiales y 19 soldados y en total son 118 militares los investigados, y de ellos 45 ya habían sido retirados del servicio activo. Aunque las investigaciones “avanzan” a ese ritmo al que camina en Colombia casi todo menos la muerte que espera agazapada cada que asomamos las narices en la acera, muchos de esos militares siguen activos a pesar de las pruebas y están ahí en labores de oficina, como si allí no existiese riesgo frente a sus acciones de “conquista”.
Los siete soldados que ultrajaron la niña de la casa mientras salía a buscar frutas pertenecen a la misma institución en que también otros violentaron una indígena nukak maku de quince años, a la niña la retuvieron varios días en un campamento y la hicieron su juguete, aunque han pasado diez meses desde que la Fiscalía, la Policía, el Ejército y la Procuraduría conocieron la denuncia de esta agresión, esta sigue archivada en la Fiscalía Segunda de San José del Guaviare sin avances y sin que se haya capturado a ninguno de los que participaron en aquel horror, a los nukak que son uno de los últimos pueblos nómadas del mundo los echamos de la selva y los arrojamos a la calle.
El martes la Fiscalía informó que tiene cuarenta y nueve casos de abusos contra menores indígenas, cuarenta están en etapa de juicio y nueve en investigación, dice Medicina Legal que entre enero y mayo “se han practicado 7.544 exámenes por presunto delito sexual. 6.479 fueron realizados a menores de edad”. Pero no son solo los militares los culpables. En los cuerpos de miles de mujeres se libra la peor de las batallas, ese territorio que debería ser sagrado (del género que sea) es lugar de demostración de poderío patriarcal y al mismo tiempo espejo roto de una sociedad profundamente enferma, sobre la posesión de esos cuerpos pelea cada uno de los actores del conflicto, incluidos nosotros.
Pero no deberíamos sólo señalar y juzgar a esos militares, ellos como usted y yo también tenían expectativas, familia y afectos, deberíamos más bien cuestionarnos acerca de qué hemos hecho tan mal como colectivo para que estos comportamientos se perpetúen, a propósito de nuestras responsabilidades dice Lucia González miembro de la Comisión de la verdad en un hermoso texto recién publicado: “pobres jóvenes bárbaros, que en un segundo de su existencia, desconocido para nosotros, también perdieron la vida. Propongo que ante el juicio y el señalamiento, alguien se preocupe por arrojar una luz que les permita reconocer el horror perpetrado, hacer contrición de corazón y apegarse a algo que les conceda ser algún día hombres respetables. Que alguien les pregunte por los sueños que tenían para ver si de ahí hay un lugar al que puedan atar su redención”.