Hoy será beatificado en San Salvador el obispo mártir de América, Monseñor Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 en El Salvador. La orden de matarlo fue dada por el sargento Robert D’Abuisson, creador de los escuadrones de la muerte en su país y fundador del partido Arena, del que fue candidato presidencial por la derecha. Quien disparó el arma, hoy ya se sabe, se llamaba Marino San Mayor Acosta, también militar, y le pagaron 112 dólares por el homicidio.
Era incómodo un humilde prelado que luchó por los pobres y defendió los Derechos Humanos y que, tanto por eso como por simpatizar con la Teología de la Liberación, olía a comunismo no solo en los ambientes políticos y militares de su país y de América, sino en el interior mismo de la Iglesia católica y del Vaticano.
Por eso fue accidentado y demorado el proceso de canonización que ahora lo exalta a la gloria de Bernini al inscribirlo como Beato en el santoral católico. El Papa polaco, san Juan Pablo II, mantuvo expresas reticencias frente al obispo salvadoreño, postura en la que lo secundó sin rubores el fallecido Cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, de no tan grata recordación para muchos.
La beatificación de Romero se logró gracias al desbloqueo de la causa de canonización, en diciembre de 2012, por el Papa Benedicto XVI y a la declaración, el pasado 3 de febrero, del Papa Francisco, en la que certifica que el obispo salvadoreño fue mártir por haber sido asesinado por “odio a la fe”.
Es de esperar que la beatificación del llamado san Romero de América, redima su figura de las descalificaciones a que ha sido sometida. Todavía, para muchos, el obispo mártir suena a comunismo, a posturas de izquierda, a subversión. Detrás de un mártir de la fe puede haber, suele haber, ciertamente un verdugo político. Eso no politiza al mártir, ni mucho menos exonera al verdugo. Despolitizar la memoria de Romero no es tomarla con pinzas teológicas o tratarla con el cloroformo de un devocionismo aséptico y sin peligros, que evite contagios. Romero no estaba ni a la izquierda ni a la derecha. Estaba en el punto exacto de fidelidad a Cristo y al Evangelio, que no es precisamente el centro equidistante, diplomático y no comprometido en que muchos se ubican. Se encontraba en esa zona de libertad desde donde se puede decir la verdad, pero donde también se pueden recibir las balas de cualquiera de los dos lados. El campo donde caen los mártires. Donde cayó, porque no calló, el obispo de los pobres.
La beatificación y el recuerdo de monseñor Romero deberían servirnos a los colombianos, tan llenos de mártires y de víctimas de una violencia parecida a la que vivió El Salvador, para hacer un examen de conciencia. Que san Romero de América nos ilumine. Hoy lo necesitamos más que nunca