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Ernesto Ochoa Moreno
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Ernesto Ochoa Moreno

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Semana Santa: una meditación, por si acaso

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

La desesperanza es un resquebrajamiento interior. Como si se le rompieran a uno los soportes del vivir. Está más allá del pesimismo. Toca el nervio de la existencia. Y frente a la desesperanza, que es algo más profundo, más angustioso, más conturbador que la simple desesperación, no hay sino una posibilidad de alivio: reaccionar. Una reacción curativa que tiene que partir, antes que nada, de uno mismo.

Varios son los caminos para salir del túnel, o por lo menos para transitar por él con una luz encendida. La fe religiosa es uno de ellos, con tal de que no se convierta en gazmoñería, en endeble tentación involucionista, en refugio fundamentalista para ahuyentar el miedo. Echar mano de la religión como tabla de salvación en medio del naufragio no siempre da resultado. Porque una de las causas de las crisis que llevan a la desesperanza es, precisamente, haber utilizado mendazmente los soportes religiosos. Dios no soluciona los problemas, los ilumina. La fe alienta la lucha, pero no condesciende con los cobardes. La esperanza, virtud teologal que cura la desesperanza, es un acto de valor, no una entrega melancólica a la fatalidad.

Hay que emprender, por lo demás, personal y colectivamente, un camino de higiene mental. En el fondo de toda desesperación hay una pérdida de criterios propios, de actitud crítica, de silencio reflexivo. Convertidos en veletas al viento, perdemos el armazón de la personalidad. Los vientos nos destrozan contra los arrecifes porque hemos entregado a otros el timón de nuestras vidas: otros piensan por nosotros, hablan por nosotros, sienten por nosotros. La desesperación y la desesperanza son balidos del rebaño. Y al rebaño lo llevan gregariamente al matadero.

En momentos de crisis, en medio de la catástrofe, al borde del caos, el silencio puede y debe revivir la esperanza. Un silencio creativo, no exactamente callar, que es otra cosa. Se trata de recuperar el recinto íntimo de la reflexión, de la soledad fecunda, del silencio como espacio de libertad.

También se cura la esperanza con una medicina que hemos desvirtuado, en la que ya casi no creemos: el amor. Amor que es, en el fondo, respeto por el otro y necesidad del otro en su otredad; es decir, en lo que lo diferencia de mí y que yo necesito de él para estar completo. El amor como apertura a la vida, a la naturaleza, a la belleza. Lo primero que mata la violencia es la ternura. Siempre hay que vislumbrar el titilar de una luz al final del túnel. Eso es la esperanza. Que es virtud de Semana Santa. Decía san Juan de la Cruz, “donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor”.

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