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Por Sergio Molina - opinion@elcolombiano.com.co

El carro de mi papá

hace 13 horas
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  • El carro de mi papá
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Por Sergio Molina - opinion@elcolombiano.com.co

Mi carro se varó, me parqueé a un lado de la vía y procedí con suficiencia a abrir el capó, ¡oh lío!, no encontré nada conocido. Me acomplejó ver un módulo plástico, inaccesible, una caja compacta. Mientras llegaba la grúa, recordé al hombre que me dio la vida y pensé: mi papá lo hubiera arreglado. Él, maestro y escuela simultáneamente, aprovechaba los viajes de domingo en el carro para enseñarnos buenos modos: responsabilidad, paciencia y aprecio por las cosas. No era perfecto y el carro mucho menos, pero siempre estaba en vía de mejorar, se jactaba de su funcionamiento diciendo que era “forzudo”, que subía en tercera. Destacaba coloquialmente que las puertas tenían ajuste de nevera, que era como un fosforito, indicando su encendido inmediato; bien parado, refiriéndose a la apariencia; nada le suena, todo le funciona, estribillos que daban cuenta de la nave, a la que, además, le ponía nombre: “palomo” o “canario”, según el color. Mi papá hacía hincapié en mantener limpio el carro por dentro y por fuera (como la persona y sus actos) siempre insistió: “al amigo, al caballo y al carro, no se les debe cansar”.

Conduciendo, testimoniaba el deber ser, con un protocolo que incluía las dos manos en el timón, dar prioridad, ceder la vía, advertir sobre los giros y disminuir las luces, muestras de cordialidad y respeto. Mi papá dejó claro que se conducía como se era: educados, calmos, prudentes o pretenciosos y acelerados. “¡Marque bien los pares!”, “¡El que sube lleva la vía!” y “Si se choca, arregle por las buenas”, fueron consignas de aprendizaje obligado que, apenas ahora, asimilo como cuidado propio y ayuda para el necesitado; metáforas para el carro, la convivencia y hasta para los negocios. Reversar era una proeza, combinando retrovisores y cabeza levantada-siempre-, aprendimos la simultaneidad de tareas. Llevábamos caja de herramientas que contenía de todo para eventualidades propias y ajenas; hay que ser solidarios con el varado, decía el piloto. Aunque no era muy santurrón, papá ataba un escapulario en el pedal del freno, aguardándose en la voluntad superior. Siempre había estopa-madeja de hilo - para aplicar desmanchador, una crema milagrosa que eliminaba rayones. Aprendan, “todo tiene arreglo en la vida”, exclamaba el viejo después de curar una muesca en la pintura.

Al principio, aprendiendo, arrancábamos a los brincos, pero refinábamos el modo sobre la marcha, lo mismo que me pasa ahora de adulto. La gran máquina secundó que mis hermanos y yo conquistáramos como gigolós, subiendo a los miradores para enamorar pretendientes y bajando aterrados a contra reloj para entregar auto y cortejada a tiempo e intactos. Papá nos enseñó con el ejemplo, nunca nos citó a clase, solo lo veíamos. Pese a los buenos recuerdos con el carro, nunca nos apegamos; lo vivido con papá y las lecciones aprendidas quedaron guardados con el mismo sigilo que la copia de la llave. Llegó la grúa, ¡Qué tiempos aquellos, qué carros aquellos, qué papá el de nosotros!

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