Estación Espacio Público, que comprende aceras, parques, puentes peatonales, plazas, vacíos arquitectónicos, puntos de encuentro y hasta el mal llamado urbanismo estratégico (espacio en planos con materas), a la que llegan niños, estudiantes, mamás, ancianos, adultos de paso acelerado, personas con alguna incapacidad y hasta animales domésticos como perros, gatos, ratones (que, si bien no son domésticos, viven en lo doméstico) etc. Y en esta espacialidad pública, donde se dan el flaneur (el que camina la ciudad para enterarse de lo que contiene), aparece el juez moral: el que nos mira para determinar si vamos de acuerdo a las buenas costumbres. Debido a este juez moral, que soy yo y es el otro, me aseo, me visto en orden, hablo de la mejor manera, ejerzo la urbanidad (actos de no agresión) y me siento en calidad de ciudadano, lo que quiere decir civilizado y cumplidor de unas normas que permiten el tejido social. Las buenas ciudades son el punto de encuentro entre personas que se consideran necesarias la una a la otra.
En nuestras ciudades, donde se privilegia el vehículo y en las que el espacio público es invadido por lo privado (vendedores ambulantes, mal uso de la arquitectura, gente de esa que dice usted no sabe quién soy yo), el peatón, que antes que nadie que ejerce el derecho a desplazarse a pie por la ciudad (como debería ser, pues es la única forma de conocerla al detalle), es una especie de aventurero suicida que se mueve como puede, evitando carros, motos, camiones, buses, asaltantes, construcciones en veremos, olores varios, montones de basura, ausencia de fuentes de agua y sombra para el descanso (el microclima que producen los árboles). Y en esto de seguir andando (la función del peatón es moverse, viviendo la ciudad por sus componentes, logros y errores), es inevitable encontrarse con huecos, desniveles del piso y espacios tan intervenidos que antes que dar pasos, la opción es bailar. Y así, caminando, saltando, evadiendo el peatón llega, si algo no lo detiene, a su objetivo. Y váyase a saber si ha gozado la ciudad o solo la ha sobrevivido.
John Burroughs, en El arte de ver las cosas, privilegia al peatón que solo sale a ver la naturaleza y la ciudad, pues tiene la opción de encontrarse con lo que, en el acelere, le había sido insignificante, maravillándose con ello. Erling Kagge, en Caminar (las ventajas de descubrir el mundo a pie), dice que como peatón no solo ha conocido la ciudad, sino que se ha enterado de lo que hace posible las cosas, sintiéndose más sabio mientras camina. Pero al peatón, para que esto pase, hay que dejarlo ejercer.
Acotación: Jaime Sabines, el poeta mexicano, escribió El peatón. ¿Y qué es un peatón? El que se quita de encima todas las marcas y títulos, se echa en la cama y se alegra.