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SUEÑOS TRUNCADOS Y LEJANÍAS

Por Fernando velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

La pandemia actual que nos condena a vivir enmascarados, temerosos, recelosos y alejados de los otros para evitar contagios que nos puedan llevar a la expiración, no solo nos muestra a una sociedad caótica y desordenada sino que, de pies a cabeza, nos retrata como seres humanos, máxime si estamos encerrados en grandes ciudades-catafalcos donde respiramos aire envenenado, consumimos alimentos contaminados y –pese a que se trata del combustible que alimenta a nuestros organismos y potencia la vida– bebemos agua corroída.

Pero no solo arrasamos con nuestras propias vidas sino que, y eso es lo más doloroso, también lo hacemos con la existencia de otras especies terrenas porque gracias al paso arrollador que se le imprime a todo –recuérdense nuestras máquinas infernales, las fábricas de oro con chimeneas para atesorar en las cajillas de seguridad de los bancos, etc.– sucumbe toda la fauna planetaria y, con ella, la flora; la prédica parece clara: la protección de los ecosistemas y el respeto por la vida son cosas para ilusos. Este es, pues, el momento para atesorar cosas materiales, derramar sangre y luchar por el poder.

Mientras tanto, el calentamiento global y el creciente agujero en la capa de ozono llevan al planeta a un eventual colapso; como lo dijo con claridad Stephen Hawking antes de partir, en pocos años la tierra se convertirá en una inmensa bola de fuego y desaparecerá. Por eso, y sin posar de ave de mal agüero, se cierne sobre el género humano un desastre que, de forma lenta pero segura, lo puede sumir en el olvido cósmico; todos los signos así lo indican y esa realidad innegable no se puede disfrazar ni aplazar, porque a ojos vistos la desolación ya toca a la puerta y parece muy tarde para rectificar el rumbo torcido.

En cualquier caso es claro que, tras superar la azarosa epidemia actual y en atención a que no vamos a cambiar y feneceremos enceguecidos por el materialismo y la codicia, el planeta –así logre sobrevivir unas décadas más– ya no será el mismo y las ansiadas rutinas de antes no volverán; esa realidad quedó en el pasado y solo los sueños floridos y las esperanzas podrán salvarnos de la rutina cotidiana y el empalago. La lección, pues, debe ser aprendida: dada nuestra fragilidad terrena, las existencias edificadas en torno al egoísmo, la vanidad, el lucro y la usura son una estruendosa desilusión: “el que tenga oídos, que oiga”, dice la Sagrada Biblia, Mateo 13-9.

Desde luego, siempre cabrá preguntarse ¿cómo es posible que un desastre como este haya sido gestado por la misma especie que creó las “Cuatro Estaciones” de Vivaldi para cantarle a la naturaleza iluminada, o saludó al cosmos con la quinta y la novena sinfonías de Beethoven; parió, en medio del realismo mágico, a “Cien años de Soledad”, de García Márquez y disfrutó alucinada con el “Quijote” de Cervantes; o, en fin, que con Leonardo pintó a la Gioconda o concibió el “Jardín de las Delicias” con el Bosco? La respuesta no es fácil, porque esa cuestión muestra las dos caras de un ser humano que se mueve entre la grandeza y la iniquidad; él es capaz de inundarse de quimeras y rendir tributo a lo más sublime, pero también puede descender a lo más hórrido de las tinieblas.

Por eso, mientras escuchamos el dulce tañido de las campanas en medio de una tarde lluviosa de mayo, es reconfortante recitar los versos inmortales de nuestra Meira Delmar y así recordar con mucha alegría a los espíritus más elevados: “Blancas gaviotas, hermanas gemelas del alma mía; /si tuviese vuestras alas /bien lejos que volaría. /Con qué nostalgia infinita os miro cruzar los cielos /y perderos sobre el mar... igual que locos anhelos. /El alma tengo colmada /de sueños de lejanías. Blancas gaviotas hermanas, yo con vosotras me iría. /Si mi alma no fuese alma... ¡una gaviota sería!...”.

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