El temblor del lunes me agarró en plena sesión literaria virtual. Estábamos conversando sobre esa novela tremenda de Sándor Márai, “El último encuentro”, dándole vueltas a esas preguntas que uno debe responder con la vida entera, tratando de desenmarañar el verdadero sentido de la amistad, la patria, la muerte, tantas cosas, cuando los muros de mi casa, que están hechos de libros, empezaron a traquear, el agua del escritorio se derramó, los lapiceros que tengo en un pocillo de madera se cayeron y algún vecino dijo: “¡Temblor!”.
Yo, que casi nunca me doy cuenta de los temblores de tierra, que me entero de ellos por los comentarios que surgen después, que no suelo temerles, seguramente porque no me ha tocado vivir una desgracia, esta vez lo sentí con fuerza, con intensidad y no hice nada, no sé si por miedo, porque estaba acompañado de otras personas de muchas partes o porque si algo habría de pasar que me pasara conversando de libros. Sí, ya sé que esto suena entre romántico y absurdo, pero no fui el único, otra persona del grupo justo se conectó cuando sintió el temblor y su primer comentario fue que si algo grave iba a ocurrir que le pasara hablando de libros, justamente “El último encuentro”, tremenda paradoja que por fortuna no fue un vaticinio.
¿Cómo quisiera que me encontrara la muerte?, es una pregunta que me he hecho varias veces. Que sea leyendo o hablando de libros no me resulta para nada despreciable. Hace muchos años, cuando trabajaba en una biblioteca acomodando libros en los anaqueles, mientras ubicaba los mamotretos de química o cálculo, llegué a pensar que donde me cayera alguno de esos en la cabeza, seguramente moriría de inmediato. La suposición, lo reconozco, me daba cierta alegría, una muerte justa y buena.
Cuando terminó la sesión literaria, me paré del escritorio, recogí algunas cosas que se habían caído, verifiqué en el camino a la cocina que todo estuviera en orden. Antes de poner sobre la parrilla una arepa, me percaté de que me había faltado un cuarto por revisar, el cuartico pequeño donde guardo, principalmente, los libros de poesía. Cuál sería mi sorpresa cuando ladeado, pero visible sobre una de mis sillas de lectura, estaba un libro que después de tanto tiempo de buscarlo minuciosamente había dado por perdido en mi casa de libros. Agarré a mi adorado, “Silvestre”, y le agradecí al temblor que me lo hubiera devuelto. No tengo ni idea de dónde saltó, da igual, lo importante era que había vuelto. Volví a ver las ilustraciones y me quedé con una de esas frases que escribieron los niños de la Casita Rural: “El miedo es casi nada porque yo soy libre”. ¡Qué frase!, la mastiqué despacio, igual que mi arepa sin mantequilla