En el año en el que se conmemoran dos décadas de los atentados del 11 de septiembre, vemos cómo comienza con el asalto al Capitolio Nacional, el edificio emblemático de la democracia en los Estados Unidos.
La polarización ideológica crece de manera global, los extremos tienden a ser violentos, a buscar maneras de atacar a quien piensa distinto y a defender de manera acérrima e irracional las propias ideas. Escribo desde Santiago de Chile, donde hace poco más de un año se vivió el llamado “Estallido social”, liderado por fuerzas de izquierda (muchos reclamos son legítimos pero no la forma en que los han realizado). Y al ver las imágenes en el Capitolio pensaba cómo la violencia es violencia sin importar de dónde venga y cómo la polarización, que presenta muchas veces una ideología detrás de exaltación a un personaje, de un tipo de “mesianismo político”, es capaz de debilitar las bases de las democracias más fuertes y de generar profundas divisiones.
Me ha hecho mucho eco en estos días la recientemente publicada encíclica del Papa Francisco Fratelli Tutti (Hermanos todos) que justo apunta al fenómeno de la polarización en el primer capítulo denominado “Las sombras de un mundo cerrado”, en la cual el Pontífice rechaza “las ideologías de distintos colores, que destruyen —o de-construyen— todo lo que sea diferente”. Más adelante denuncia cómo algunos términos como democracia, libertad, justicia y unidad han sido “manoseadas y desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”.
A quien no sigue ciertas ideas se le busca “exasperar, exacerbar y polarizar”, y por ello se busca “ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos”. Lo vimos en los debates entre ambos candidatos antes de las votaciones del 3 de noviembre. Quizás esa actitud polarizada sirvió como antesala para que ese grupo de fanáticos del gobierno de Trump irrumpiera en el Capitolio y se manifestara contra el triunfo de su contrincante alegando un fraude electoral.
La polarización nos hace aferrarnos a nuestros propios intereses y nos vuelve ciegos ante las necesidades del otro y por ende, enemigos del bien común. Nos hace actores de una guerra de ideologías en lugar de un diálogo que nos permita escuchar al otro y construir hermandades entre las culturas diferentes. Nos vende una ilusión falsa, que produce “un verdadero cisma entre el individuo y la comunidad humana” donde el “‘sálvese quien pueda’ se traducirá rápidamente en el ‘todos contra todos’”, dice el Papa.
Una cosa es defender y ser fiel a las propias ideas y otra muy diferente es tildar de inferior (y peor aún, querer eliminar) a quien discrepa de estas. Sin embargo, los lazos de hermandad pueden ser posibles cuando se da el diálogo y el intercambio cultural pues, como dijo el Papa, “un pueblo dará fruto, y podrá engendrar el día de mañana sólo en la medida que genere relaciones de pertenencia entre sus miembros, que cree lazos de integración entre las generaciones y las distintas comunidades que la conforman; y también en la medida que rompa los círculos que aturden los sentidos alejándonos cada vez más los unos de los otros”.