Cuando fui por primera vez a Cuba, en compañía de mi hermano y de dos buenos amigos, planeamos quedarnos algunos días en La Habana. Cuando llegamos, mis compañeros no sabían por dónde empezar: ¿qué hacer en ese extraño país que parece haberse estancado en el tiempo? Yo, en cambio, empecé a caminar por el malecón como si La Habana fuera mi propia ciudad, mi propio universo. Le respondía a mi hermano cualquier tipo de pregunta sobre la isla: desde la compleja transformación política hasta dónde tomarse un buen café y escuchar buena música.
Después de un tiempo, mi hermano sacó el siguiente comentario: “Estoy seguro, esta no es la primera vez que usted viene a Cuba”. En ese momento me percaté, de repente, de lo bien que conocía la isla. No solo la parte urbanística, histórica y geográfica, sino a las gentes que caminan por las calles: su cultura, sus costumbres, su forma de entender la realidad.
Todo aquel que haya ido a Cuba puede saber lo difícil que es establecer una conversación profunda con el cubano de a pie, pues las tensiones políticas hacen que toda relación social sea un poco complicada. Pero a diferencia del grupo con el que viajé, me quedó muy fácil entablar relaciones estrechas con los pescadores, con los taxistas, con los vendedores de tabaco.
“La verdad –le dije a mi hermano– yo he estado miles de veces en esta isla. Por supuesto, esta es la primera vez que mis pies tocan las calles de La Habana, pero he venido tantas veces a esta ciudad, tantas, que me parece haber vivido aquí por años”...
Mi hermano captó de inmediato a lo que me refería: yo nunca había estado en Cuba, nunca, pero había leído a José Lezama Lima, a Severo Sarduy, a Eliseo Diego, al “Che” Guevara, a José Martí, a Virgilio Piñera, a Alejo Carpentier, a Dulce María Loynaz... y a tantos otros poetas, narradores, historiadores... Los libros me habían enseñado los misterios más recónditos de esa extraña y hermosa isla del Caribe.
Pero la idea de estas pequeñas palabras no es hablar sobre mí. La idea es tratar de pensar en el porqué de leer. Si leer es, simplemente, disfrutar la trama de una historia, ¿no daría lo mismo ver películas de acción?
Por eso empecé este escrito con la historia de mi viaje a Cuba. El arte de leer es darse la oportunidad de crear una relación íntima con un ser humano que no conocemos en persona. Leer es, literalmente, ponerse en los zapatos de otro. Porque leer es entender que nuestra burbuja es demasiado pequeña, y que hay miles de formas de ver el mundo.
Leer es entender que aquellos que nos han pintado como “enemigos” pueden ser grandes amigos... Recuerdo que, después de ver Rocky II, yo creía que los rusos, esos gigantes que habían puesto en riesgo la “democracia” estadounidense, eran los enemigos. Pero unos años después, leyendo los hermosos relatos de Tolstoi, me di cuenta de lo errado que estaba. Después vino Dostoievski, Erofeiev, Chéjov, Gógol... Y hoy tengo a Rusia incrustada en lo más profundo de mi alma.
Es por esto que leer es importante. Porque, si no leemos, nos volvemos agresivos frente a lo que no se parezca a nosotros. Y gracias a ese deliberado menosprecio por “lo otro” es que el mundo vive tan nervioso, tan bravo, tan enfermo.
Hoy, el mundo está más enfermo que nunca, y lo único que podemos hacer para mejorarlo es entender que no tenemos la verdad absoluta de las cosas. Lo único que podemos hacer es tomar el papel del buen lector: aquel que, bajo la luz de su lamparita, puede viajar por el mundo. Aquel que no irrespeta a un homosexual porque su poeta favorito es Arthur Rimbaud, aquel que no trata de imponer su religión porque ha leído a Rabindranath Tagore, a Edward Said y a Etgar Keret.
Aquel lector que no desprecia a los vagabundos porque adora la literatura de Charles Bukowski, de Paul Verlaine y de Jean Genet. Aquel hombre que no maltrata a las mujeres porque ha leído a Marvel Moreno, aquella mujer que no maltrata a los hombres porque ha leído a William Shakespeare... Aquel lector que no piensa en los simplistas términos de “derecha” e “izquierda” porque le encanta la literatura de Borges de la misma forma como le encanta la de César Vallejo...
Los invito, amigos, a leer. Es decir, los invito a romper ese pequeño mundo en el que vivimos para descubrir ciertas cosas hermosas que nos van a hacer personas más tranquilas y, por supuesto, más felices.
* Profesor de Literatura en el Colegio Colombo Hebreo,
de Bogotá.