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Hay dos clases de nostalgia. Una, malsana y enfermiza, que es perjudicial. Es el agua estancada del pasado que no hemos sido capaces de superar. Agua podrida de florero.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
En diciembre la navidad llega, y como la primavera, nadie sabe cómo. En la espadaña del corazón, de pronto, se siente un aleteo de cigüeñas que vuelven a sus nidos. Sorpresivamente se nos despierta el niño dormido que llevamos dentro y se nos llena el alma de olores de musgo y encerados, de villancicos que rompen el cascarón de los recuerdos, de inocencias marchitas que todavía naufragan en el alma.
Hay dos clases de nostalgia. Una, malsana y enfermiza, que es perjudicial. Es el agua estancada del pasado que no hemos sido capaces de superar. Agua podrida de florero. Nostalgia alimentada de apegos inútiles, de orgullos y odios irredentos. Una rémora que impide avanzar y que emboza el miedo al cambio, el pavor ante el futuro. Es la nostalgia de los tradicionalistas que temen que todo se venga abajo si el pasado desaparece y termina cohonestando intransigencias, fanatismos inquisitoriales, anatematizaciones a diestra y siniestra.
No es esta la nostalgia que se abre, como una flor, en navidades. No puede serlo. Porque esta, la que se despierta con los villancicos, es un surtidor de sentimientos limpios que brotan desde el corazón. Es una nostalgia liberadora, que renueva. No es regreso sino renacimiento. No es una nostalgia de pétalos secos, sino de rosas vivientes. Tal vez no sea nostalgia, sino algo más bello, más hondo: ternura.
Eso: la ternura. Sin la cual es imposible la vida. La alegría navideña no es otra cosa que la irrupción de la ternura contenida que nuestra condición de adultos y nuestro racionalismo pretenden mantener encadenada. Tenemos miedo a los estragos de bondad que hace la ternura y por eso la aherrojamos, tildándola de debilidad, de falta de virilidad, de sentimiento endeble.
Por eso, amigo lector, ahora que empieza este último mes del año, despójate de tu armadura. Es diciembre, es navidad. Libérate, desnúdate.
Déjate rozar la piel por la inocencia. Corre, canta, danza, ríe. Entre las dos nostalgias descubre la ternura y te sentirás salvado.
Alguna vez me lo dijo el padre Nicanor Ochoa, el viejo tío cura que tal vez algunos lectores recuerden, que se volvía un niño en navidad. Ya decrépito y vencido por lo años, se sentaba al lado del pesebre y me echaba su sermoncito: “Huele ese musgo, mijo. Huele a ternura. Y es que Dios hecho hombre, eso que celebramos en Navidad, es la dimensión teológica de la ternura. La vida, la muerte, el amor, la soledad, el misterio, el más allá, le eternidad, todo, hijo, es un acto de ternura”. Y el azul desolado de sus ojos se iluminaba entre los escombros de sus párpados gastados.