Lo pienso en estos días posteriores a las elecciones del pasado domingo: una gran contribución a la búsqueda de un futuro para la patria es regalarle una tregua de silencio. En el fragor de un contienda electoral se habla mucho y, generalmente, se habla mal. Y tras el veredicto de la urnas, se oyen demasiado palabras torpes al amparo de la euforia del triunfo de los victoriosos, o en el barboteo sordo y amargo de los perdedores. Pero, teniendo en cuenta que, como dijo Wellington tras vencer a Napoleón en la batalla de Waterloo, solo hay una tristeza mayor que la de la derrota, la tristeza de la victoria, propongo una tregua de silencio político para estos días. Por parte de vencedores y de vencidos.
Llega un momento en el que el ruido partidista e ideológico nos enferma y no queda sino una cura: el silencio. Llega la hora de dejar atrás todo. De olvidarse de votaciones y de elegidos, de mesías y de satanases, de mayorías y de minorías, de una democracia periclitante o de una dictadura amenazadora, de derechas que no están a la derecha y de izquierdas que tampoco están a la izquierda.
Una batahola ante la que mejor es callarse. Silenciarse. Bienvenido, pues, el silencio. Pero un silencio que, para que sea terapéutico, requiere una reeducación no solo del oído, sino, sobre todo, del alma. Como se aprende a oír música, se aprende también a oír el silencio.
Todo un arte que no simplemente es una costumbre higiénica para la salud del cuerpo, sino que abre insospechados horizontes interiores. Cuando se toca la raíz del silencio, se abren posibilidades inmensas a la propia realización y también, en consecuencia, se abreva en la fuente misma de la que brotan todas las energías para actuar y vivir en el mundo.
Hay métodos para silenciarse. La meditación, la relajación, las técnicas de respiración, la contemplación, etc., etc. El influjo de la filosofía y la espiritualidad orientales, tan de moda, recibe todo su auge de esta necesidad de silencio por parte del hombre contemporáneo, al que se ha ido tragando el torbellino del ruido.
Lo métodos son buenos, pero no únicos y definitivos. Lo importante es el descubrimiento personal de ese hondón del espíritu donde suena lo que san Juan de la Cruz, el gran poeta místico carmelita español, llama “la música callada, la soledad sonora”. Oír el silencio. Una vivencia mística, no en el sentido estrictamente religioso, sino en cuanto apretura del ser humano a algo que está más allá de la materia, más allá del ruido. Vale la pena ensayarlo. De pronto, así como en algunos momentos el ruido y las palabras y los discursos (sobre todo, los políticos) nos revientan entre las sienes, también puede llegar el momento en que seamos invadidos serenamente por esa música callada del universo. Y de la paz. De la ecuanimidad. Un silencio que casi se siente en las células. Un silencio espiritual que también puede permear la política