Todo grupo sociopolítico que pretenda actuar como Estado debe desarrollar cinco tareas, necesarias para consolidar su legitimidad. En primer término, debe darse su organización fundamental, es decir, su Carta o Constitución, necesaria para adquirir una organización mínima como estructura estatal. En segundo lugar, debe buscar el reconocimiento internacional, de Estados y organismos internacionales, con el fin de obtener visibilidad y reconocimiento a nivel externo. En tercer término, tiene que desarrollar una estructura normativa interna que le permita regular las relaciones entre sus individuos en los distintos campos de la actuación humana: Civil y familia, laboral, penal, científico, social, de inversión y financiera. La cuarta gran terea consiste en desplegar una acertada y concreta estrategia de servicios públicos, en mayor o menor grado según la orientación ideológica y política del Estado y finalmente, quizás como contraprestación a la labor de prestación de servicios, debe adoptar medidas y desarrollar políticas para estimular la actividad particular a través de subsidios, alivios en aranceles u otras medidas. Para actuar en esos diferentes campos, el Estado o grupo dirigente debe adoptar medidas para hacerse a los recursos necesarios para adoptar las medidas de desarrollo que exige toda sociedad. Es decir, estar en capacidad de ordenar tributos fiscales y parafiscales, tasas aportes y otros medios de sustento económico.
Cuando un Estado se encuentra debidamente institucionalizado, existe absoluta claridad en relación con las competencias necesarias para asumir las actividades propias para cada una de esas tareas. La legitimidad, traducida en la credibilidad institucional, hace que la ciudadanía confíe en las estructuras legales, de manera que la legitimidad se expresa a través de la legalidad.
Cuando se trata de un Estado naciente, como resultado de acuerdos internacionales, de una revolución o de otros mecanismos, no cabe duda que quienes triunfaron a nombre del grupo contestatario, adquieren un importante grado de legitimidad que los faculta para adoptar ciertas medidas de facto mientras se organizan los esquemas legales que van a dar forma institucional y permitirán la legalización futura de medidas de urgencia que fueron aceptadas, gracias a la legitimidad y lealtad que despiertan los triunfadores.
La situación se dificulta cuando se trata de una transición, reconocida por algunos, negada por otros, que pone en duda la legitimidad de quienes ostentan un poder con apariencia real o formal, frente a quienes pretenden asumir ese poder formal, bajo el argumento que quienes lo ejercen perdieron legitimidad por falta de origen legal o por ejercicio ilegal del mismo. Se trata de una confrontación de ideas y posiciones que siembran enormes dudas sobre la legitimidad y la legalidad de los distintos bandos. Es lo que sucede en Venezuela. ¿Guaidó puede expedir actos de gobierno? ¿Puede ordenar la ejecución de un plan de desarrollo? ¿Puede ordenar el pago de la función pública? ¿Puede hacerlo Maduro? ¿Quién está legitimado para adquirir legalmente armas? ¿Quién está legitimado para ordenar el gasto público? No cabe duda que Venezuela se encuentra ante la peligrosa encrucijada entre legitimidad y legalidad.