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Contamos con una mala Constitución repleta de textos declamatorios que ofrecen una sociedad perfecta, pero tan alejada de la dura realidad que se vive en Colombia, que puede considerársela como una casa en el aire.
Los intentos de mejorarla tropiezan con una doctrina abusiva y en el fondo prevaricadora de la Corte Constitucional acerca de la distinción entre reformar la Constitución y sustituirla. Esa distinción arbitraria no está consagrada en el texto constitucional y carece de rigor lógico, pero la Corte Constitucional la esgrime para impedir que se introduzcan modificaciones que no le gustan.
Según su parecer, todo lo que conlleve modificación de lo que ella considera que es el espíritu de la Constitución solo puede decidirse por una asamblea constituyente elegida popularmente con ese propósito, lo que en el fondo dificulta enormemente toda aspiración que pretenda ajustar el ordenamiento constitucional a las realidades del país.
Hay un largo historial de atropellos en que ha incurrido la Corte Constitucional, pero se trata de hechos cumplidos, habida consideración de que nadie se atreve a ponerle el cascabel a ese gato para que se ajuste a lo que la Constitución le ordena y se abstenga de obrar con ella como le venga en gana.