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A sus 96 años, tras 70 de reinado y con los deberes cumplidos, se ha ido una de las figuras icónicas de la historia contemporánea. La reina Isabel II, soberana del Reino Unido y jefa de la Commonwealth, que se compone de 54 Estados independientes, fue a lo largo de su vida no solo modelo a seguir para otras monarquías, sino símbolo de estabilidad institucional para cualquier observador del panorama internacional.
Si algo definió el curso de su vida fue la lealtad y la devoción hacia la corona y hacia su pueblo. Ese que hoy se siente un poco desamparado porque desaparece una figura que siempre estuvo ahí. Desde el anterior Primer Ministro Boris Johnson, quien dijo que como los niños pequeños, ella era tan eterna que él creyó que siempre seguiría, hasta un taxista inglés que, en medio del homenaje que le rindió el gremio a la reina, dijo con voz entrecortada que ella era lo único estable que tenían, los ingleses habrían preferido que este momento no llegara nunca.
Siempre en su sitio, demostrando calma, reflexión y serenidad, por su despacho en el palacio de Buckingham pasaron 15 primeros ministros con los que despachaba semanalmente. Desde veteranos como Winston Churchill, de quien tanto aprendió, pasando por su contemporánea Margaret Thatcher, con la que discrepó en muchas oportunidades, o un joven y audaz Tony Blair, con el que supo entenderse, hasta llegar al excéntrico Boris Johnson, a quien suponemos que simplemente aguantó. Dos días antes de morir, a pesar de sus achaques y siempre consciente de sus responsabilidades, le dio la bienvenida a la actual primera ministra, Liz Truss. Indudablemente, cumplió hasta el último momento con sus responsabilidades y no le quedó tarea pendiente.
Durante su reinado, que más que simbólico, como muchos piensan, fue siempre garantía de estabilidad en medio de los distintos conflictos políticos por los que suele pasar el Reino Unido, consiguió convertirse en la auténtica representante de su país y de sus ciudadanos. Ninguna figura institucional de cualquiera de las democracias actuales ha logrado mantener niveles de aceptación tan altos. Siempre por encima de primeros ministros y presidentes, todos los registros existentes desde los años sesenta muestran una aprobación constante de su labor de entre el 70 % y el 90 %, a excepción de los momentos posteriores a la muerte de Lady Di, en los que cayó al 65 %, para luego remontar y ya nunca más bajar. Fueron 70 años superando encuestas.
Inmune a la caída del Imperio, a los escándalos de su familia y a los cambios de la sociedad; sobrevivió a su marido, a la mayor parte de sus coetáneos y a todos los grandes cambios del mundo, que ya es mucho decir. Nadie consiguió definir mejor el papel de una reina como ella. Fue la madre y abuela de su nación, una presencia constante que supo mantener la mística de la monarquía haciéndose querer por su pueblo. Un equilibrio muy difícil de alcanzar. Detalles como el referéndum sobre la independencia de los escoceses en 2014 confirman el valor de su figura: el único punto en el que todos estaban de acuerdo, pasara lo que pasara, es que querían que Isabel II continuara siendo su reina.
Pese a que aseguró la continuidad de la Corona, es difícil imaginar en este momento el alcance que podrá llegar a tener el reinado de su hijo, Carlos III. Con 73 años y una vida que ha dado mucho de qué hablar, la opinión pública, especialmente la más joven, mira con cierto recelo hacia esa monarquía que encarna el nuevo rey. Habrá que esperar un poco para descubrir la conexión de este con su pueblo. Su capacidad de lectura sobre el momento actual será fundamental. El Reino Unido se enfrenta a tiempos de mucha incertidumbre en los que una nueva primera ministra y un nuevo rey deben trabajar juntos para superar los retos que se plantean a nivel mundial.
Por ahora, toda la nación y millones de personas alrededor del mundo se preparan para dar el último adiós a Isabel II, símbolo de una época y un estilo, quien, parafraseando a Obama, fue garantía de permanencia en un mundo en perpetuo cambio