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Pocos hombres han marcado la historia reciente de Colombia como Álvaro Uribe Vélez. Quienes lo admiran —y son millones— lo hacen porque saben lo que fue este país antes de su llegada al poder en 2002: un Estado al borde del colapso, acosado por el terror, con carreteras cerradas, regiones capturadas por la guerrilla de las Farc o por los paramilitares de las AUC, alimentados ambos por el dinero de la coca.
La guerra, sin Estado en medio, provocó lo peor: masacres, millones desplazados de sus hogares, menores reclutados para la guerra y una violencia que penetró el alma del país. Uribe devolvió el control a ese país que parecía ingobernable. Bajo su mandato, se recuperaron municipios enteros, volvió la inversión privada, se crearon subsidios para los que más los necesitaban y Colombia dejó de ser una Nación fallida para convertirse en una prometedora democracia.
Por eso, frente a la condena en su contra, es comprensible que muchos colombianos no solo se sientan dolidos, sino indignados. Porque lo que está en juego no es solo la situación jurídica de un hombre, sino el símbolo de una era en la que el país derrotó al terror, la autoridad se restableció y el Estado dejó de arrodillarse ante el crimen.
Esta condena, más allá de lo que resuelva la segunda instancia, no es el final de la historia.
Tal vez la respuesta no está en los hechos, sino en la magnitud del personaje. Uribe es, guste o no, una figura con una influencia arraigada y una capacidad de movilización que trasciende los cargos: por eso ha sido el blanco favorito de una narrativa que necesita antagonistas absolutos. Quizá incomoda a sus detractores que mientras Uribe mantuvo durante sus ocho años de Gobierno popularidad por encima del 70%, y terminó con una aprobación del 80%; Gustavo Petro, en casi tres años, no ha logrado superar el 38%.
Echarle la culpa de todo a Uribe es una lectura simple que han construido sus opositores para explicar una realidad compleja. Los relatos donde hay héroes impolutos y villanos absolutos siempre son apenas una versión de la historia.
La reacción de algunos actores políticos ha dejado en evidencia que el juicio contra Uribe ha sido terreno fértil para saldar “viejas cuentas”. El presidente Gustavo Petro sugirió que Uribe debería someterse a la JEP, una petición que no solo está legalmente excluida en esta jurisdicción, sino que revela la intención de convertir en propaganda el fallo.
El senador Iván Cepeda reivindicó la sentencia “en nombre de las madres de los falsos positivos”, aun cuando este proceso no tenía ninguna relación con ese terrible crimen. ¿Qué propósito hay en mezclar el dolor de unas víctimas con un caso judicial ajeno, si no es sembrar odio y revancha sobre un adversario?
Y es que algunos de los acérrimos contradictores de Uribe lo han acusado de nexos con el paramilitarismo y de ser el cerebro de los falsos positivos. Pero, tras décadas de escrutinio, la justicia no ha demostrado su responsabilidad penal en ninguno de esos hechos. Y de manera conveniente se omite recordar que Uribe, como presidente, retiró de manera fulminante a 27 generales involucrados en falsos positivos y extraditó a 16 jefes paramilitares a los Estados Unidos.
No ha existido, por ejemplo, el mismo ensañamiento contra el expresidente Juan Manuel Santos, quien era el ministro de Defensa en la época en que ocurrieron los falsos positivos, ni tampoco contra Ernesto Samper, cuyo Gobierno creó por decreto las polémicas Convivir. No estamos diciendo que sean responsables de esos crímenes horrendos, lejos están de serlo, pero la comparación sirve para demostrar que Uribe es el blanco preferido de la propaganda de la izquierda.
El fallo de la juez contra Uribe Vélez –ya lo hemos dicho y lo volvemos a repetir– debe ser acatado por el expresidente y por sus seguidores. La ley y el respeto por la justicia son sagrados en el Estado de Derecho que siempre hemos defendido. Sin embargo, ese respeto profundo no nos quita el derecho de expresar nuestras opiniones. Llama la atención las expresiones y gestos que se oyeron en el juicio. Calificar de “falta de gallardía” a un hijo del acusado, prejuzgar insinuando que fue él quien filtró el fallo y responder a los reclamos del expresidente con frases como “no pierda los frenos, señor Uribe”, dejan en entredicho el aplomo que debe caracterizar a una juez. A lo anterior se sumó una frase también desconcertante: “Nos acogimos al mantra del señor expresidente: trabajar, trabajar y trabajar”. ¿Era ironía? ¿Era un elogio? No queda claro. Pero el resultado fue que sembró dudas sobre su papel como árbitro neutral.
Y a eso se suma que la juez ordenó la privación inmediata de la libertad de Álvaro Uribe —aun cuando la jurisprudencia señala que no se debe hacer mientras no haya condena en firme—. El problema ya no parece ser solo jurídico, sino político y ético. ¿Dónde queda la presunción de inocencia?
La juez justificó la detención inmediata con el argumento de que Uribe por “tener ocupaciones en el exterior” podría volarse –cuando el expresidente ha demostrado total obediencia a la justicia–, y porque la defensa dilató el proceso interponiendo recursos legales –que curiosamente el tribunal solía aceptar–.
Colombia no se divide entre quienes quieren justicia y quienes la desprecian. Se divide entre quienes creen que debe ser imparcial y quienes la usan como instrumento de revancha.
Álvaro Uribe, como todo líder con poder, ha cometido errores (como por ejemplo, buscar una segunda reelección). Pero su legado no se resume en este episodio. Los hombres públicos que han transformado países casi siempre han sido objeto de controversias y persecuciones. A Churchill lo sacaron del poder apenas ganó la guerra, pero la historia no lo condenó: lo convirtió en leyenda. A Charles De Gaulle, que evitó que Francia se quebrara entre extremos, el régimen pronazi que gobernó su país durante la Segunda Guerra Mundial lo condenó a muerte por alta traición. Así pasa con los líderes a los que les toca enfrentar tiempos oscuros.
A sus 72 años, Álvaro Uribe enfrenta una condena judicial, pero no una condena histórica. Porque la historia no la escriben solo los fallos: la escriben los pueblos. Y Colombia tal vez sabrá distinguir la dimensión de su liderazgo. .