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Hasta ayer, las víctimas mortales de la masacre perpetrada en la finca La Gabriela, vereda La Julia del municipio antioqueño de Betania, eran diez. Cuatro de ellas eran recolectores de café, según el alcalde del municipio. Y las personas asesinadas en Argelia (Cauca), fueron cinco, en un hecho en el que, según las autoridades, el sicario disparó en tres lugares diferentes, cercanos entre sí, contra quienes encontraba a su paso.
Según las cifras de Indepaz, son precisamente Antioquia y Cauca los departamentos con mayor número de masacres en lo corrido de 2020: Antioquia con 18, y Cauca con 12. En el país van 77 masacres, según esta entidad, en las que han asesinado a 309 personas. Entienden por masacre “el homicidio intencional y simultáneo de varias personas (tres o más) protegidas por el Derecho Internacional Humanitario (DIH), y en estado de indefensión, en iguales circunstancias de tiempo, modo y lugar”.
En Antioquia, ha habido este tipo de acciones criminales este año en Bello, Cáceres (3), Caucasia, Ituango, Medellín, Nechí, Salgar (2), Támesis, Tarazá (2), Venecia, Zaragoza, y ahora la de Betania. Municipios ubicados en varias de las subregiones del Departamento, con características diferentes y sometidos a múltiples actores violentos pero que, según el Gobierno Nacional, tienen detrás, siempre, un denominador común: el narcotráfico. En varios de ellos actúan el clan del Golfo y sus facciones, o grupos criminales como los Caparros.
El presidente Iván Duque y el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, volvieron a reiterar ayer que solo golpeando eficazmente al narcotráfico, se podrán evitar las masacres, el asesinato de líderes sociales y de quienes son víctimas de ataques por promover la erradicación de cultivos ilícitos.
Aunque reconociendo la intervención del narcotráfico, en todos sus eslabones y recorridos criminales, hay otras voces que controvierten que este sea el único factor. Por ejemplo, el pasado mes de septiembre, anotaba un artículo de la Fundación Ideas para la Paz: “El narcotráfico no es el único problema y, en varios casos, tampoco el principal. Las masacres tienen distintas motivaciones, víctimas y determinadores, que no siempre concuerdan con la narrativa de los bandidos enfrentados por el control de esta economía ilegal” (M. V. Llorente, J.C. Garzón).
El hecho es que a este Gobierno le tocó asumir el crecimiento desbordado de las áreas de cultivos ilícitos, derivado de las concesiones de la anterior administración a las Farc desde la época de negociaciones en La Habana. Tanto la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en su informe sobre cultivos ilícitos de 2016, como el Departamento de Estado de EE.UU. advirtieron lo que en su momento las comunidades de zonas cocaleras podrían entender como “incentivos” no solo para seguir cultivando sino para la expansión de los sembrados.
Hay una frase de Ortega y Gasset que dice que “toda realidad ignorada prepara su venganza”. La dolorosa realidad está ahí y el recrudecimiento de esa bárbara modalidad criminal que golpea a sectores humildes de la sociedad afecta a todo el país. Habría que hacer un llamado a que cuando ocurran estas masacres –qué más quisiéramos que estas hayan sido las últimas–, en vez de agudizar un aquelarre politiquero visto como ocasión para golpear al Gobierno, ponga a las cabezas más lúcidas de la dirigencia a concertar las más eficaces medidas para su desaparición como estrategia de terror de los criminales, sean quienes sean.