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Desde el día uno del paro nacional, sea como consecuencia de este o sea como movimiento paralelo que aprovechó para pescar en río revuelto, Cali, la capital del Valle del Cauca, principal núcleo urbano de la zona del Pacífico colombiano, se encuentra sometida al acoso y a la acción incontrolada de grupos organizados que han sembrado caos, generado destrucción de bienes públicos y privados, puesto contra la pared a las autoridades civiles locales, ocasionado desabastecimiento de productos de primera necesidad, y cuya actuación, vaya paradoja, está causando un rompimiento entre el gobierno nacional y su partido político.
Los problemas de Cali son enormes y se han estado acumulando desde hace décadas. No nacieron en el Gobierno de Iván Duque, a quien con evidente cinismo e hipocresía políticos opositores del mismo Valle del Cauca le están reclamando toda clase de responsabilidades, como si el dominio que ellos han tenido de las administraciones del departamento y de su capital en las últimas décadas no los pusiera en la primera fila de rendición de cuentas por el crecimiento no atendido de bombas sociales de desigualdad, exclusión, corrupción, pobreza y complicidad con grupos criminales.
Obviamente que el gobierno nacional, y el presidente Duque, deben hacer gestos de mayor cercanía con la problemática del Valle y de Cali en particular, y de atención eficaz a la resolución de problemas que requieren ejecuciones tanto inmediatas como de mediano y largo plazo. La rápida visita de la medianoche del domingo debe ser la primera de varias que el Jefe de Estado y el alto gobierno deben hacer allá.
Por su parte, el actual alcalde de la ciudad, Jorge Iván Ospina, es segunda vez que desempeña ese cargo y siempre ha estado acompañado de polémicas y enormes fluctuaciones en los indicadores de su imagen pública. No se le puede acusar de inacción, porque ha hecho lo posible por estar presente en los sitios donde se presentan mayores complicaciones, pero sí ha mostrado falta de una política definida y coherente en materia de orden público.
Resulta muy diciente que en entrevista ayer al diario caleño El País, el secretario de Seguridad de la Alcaldía, Carlos Rojas, haya dicho que “en materia de seguridad, la ciudad está fuera de control hace 30 años”. Llama la atención no porque sea falso sino por la eternización de un problema de semejante magnitud, que lleva a preguntarse qué ha hecho la influyente clase política caleña, con participación en altas responsabilidades en los gobiernos centrales, para solucionar ese problema. (La misma pregunta, por supuesto, cabe sobre Antioquia con su propia clase política).
Duele mucho al resto del país ver a Cali, de nuevo, como objeto informativo en las cadenas y medios internacionales, no todos con el mismo rigor, y varios de ellos dando rienda suelta a clichés de revolución frente a barbarie. Sin negar en ningún momento que los problemas existen, están abiertos con las heridas a la vista, que van desde enormes porciones de población juvenil sin ningún oficio, hasta el eje que atenaza a la ciudad por todos los lados de grupos criminales, pasando por enquistados conflictos raciales.
Tantas expresiones de ciudadanos que quieren hacer su vida normal, en paz, trabajando y produciendo, en el sentido de que se sienten secuestrados, sitiados, es un clamor que tiene que escuchar todo el país, no solo el Gobierno. Todas las ramas del poder público están concernidas. En un país de regiones, de semejante pluralidad territorial, económica y cultural, el abandono de una ciudad a su suerte no tiene ni justificación ni perdón