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La pregunta no era si la sentencia de una matanza por parte de grupos armados ilegales contra las comunidades indígenas del Cauca se cumpliría. La inquietud era cuándo. Fue la tarde del martes, en el municipio de Tacueyó. Hombres con fusiles, al parecer integrantes de las disidencias de las Farc, abrieron fuego contra miembros de la guardia local que efectuaban un control territorial apenas “armados” con sus tradicionales “bastones de mando”.
Esa indefensión, esa orfandad, esa exposición a la violencia de numerosos actores criminales que operan en Cauca, tomado hoy por las bandas del narcotráfico, habían sido denunciadas tras el asesinato de otro centenar de nativos durante el último año.
Allí operan mercenarios de los carteles mexicanos, bandas del tráfico de marihuana asociadas al microtráfico urbano de Medellín y Bogotá, escuadras de corte paramilitar del clan del Golfo y las Águilas Negras y frentes del Eln y de las mencionadas disidencias. El Cauca es un polvorín.
El hilo conductor, el fenómeno transversal de toda esta maquinaria delincuencial, son los cultivos ilícitos: de coca, de amapola y de marihuana tipo cripa que alimentan el mercado nacional e internacional de las drogas ilegales. El Cauca, en especial el norte, se ha convertido en un territorio de feudos, de enclaves del narcotráfico donde imperan la ley del silencio, la economía mafiosa y los clanes que ejercen dominio a sangre y fuego.
La autonomía indígena, con sus leyes, jurisdicciones y cabildos, con sus formas organizativas de autogobierno, choca con aquel espectro de ilegalidad que fulmina a quienes pretenden negarse a mantener los cultivos ilícitos y que, a su vez, optan por buscar otras modalidades productivas y de empleo.
Allí la coca y la marihuana pasaron de un uso ancestral, en las escalas propias del consumo para ciertas prácticas y ceremonias cosmogónicas, a ser los cultivos dominantes y depredadores de la vida económica agraria regional.
Destructivos por lo que ahora pasa en términos de seguridad y convivencia con las comunidades indígenas, y también por la necesidad urgente que hay de un deslinde, de una desconexión de las comunidades indígenas de una “producción” que tiene como destinatario y beneficiario al narcotráfico internacional que, en la voracidad de sus rentas y violencia, despliega sin escrúpulos ni miramientos su aparato militar para garantizar un statu quo, un imperio de ilegalidad sangriento.
Hay que condenar este asesinato de cinco indígenas, entre ellos una gobernadora tradicional, y exigir la presencia del Estado, para que se tramiten protocolos institucionales que garanticen la protección a la vida, bienes y territorios de las comunidades aborígenes caucanas. No puede haber indiferencia, descuidos o pretextos frente a hechos tan graves de violación de derechos humanos.
Este diario, en editorial del 13 de agosto, había advertido el enorme reto de seguridad que había para proteger a grupos étnicos amenazados abiertamente, incluso por organizaciones mafiosas procedentes de México (Sinaloa y Jalisco) que en una especie de vulneración de nuestra soberanía, operan dentro de la geografía colombiana.
Ha llegado la hora de que el Gobierno Nacional y la organización indígena diseñen una política integral, vigorosa y de largo plazo, para desmontar los cultivos ilícitos y las estructuras mafiosas en Cauca. Por supuesto, con un plan de choque, inmediato, de seguridad y protección de las garantías civiles y la autonomía de los líderes sociales y de sus comunidades.