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Chile a la derecha: ¿Y América Latina?

hace 3 horas
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Seis años después del estallido social que combinó marchas masivas con una inédita ola de vandalismo en el país que solía presentarse como “caso ejemplar” de América Latina, Chile sigue procesando las secuelas. Las elecciones presidenciales del pasado domingo son la evidencia más reciente de la polarización: en segunda vuelta se enfrentarán Jeannette Jara, exministra comunista del gobierno de Gabriel Boric, y José Antonio Kast, del ala de la derecha más “dura” del país.

Sin embargo, en la primera vuelta la suma de los aspirantes de derecha superó el 50 % de los votos. Jara podría crecer con parte del caudal de Franco Parisi, un populista anti-establecimiento que sacó cerca del 20 %, y de Evelyn Matthei, la carta de la derecha más tradicional, que obtuvo el 12 %, pero todo indica que tampoco le bastará. Salvo una campaña magistral de Jara o un error estratégico grave de Kast, Chile va a elegir en diciembre a su presidente más conservador desde el retorno a la democracia en 1990.

Este viraje se produce luego de un periodo de profunda agitación política. El estallido social de 2019 –sorprendentemente parecido al estallido social de Colombia en 2021–, con sus marchas multitudinarias y episodios de violencia, fracturó la narrativa de estabilidad chilena. A partir de entonces, Boric intentó canalizar el descontento a través de una reforma constitucional que fracasó en dos ocasiones: primero con un proyecto de tintes utópicos, y luego con uno impulsado por la derecha, igualmente derrotado. En ambos casos, la ciudadanía dejó claro su escepticismo frente a propuestas maximalistas.

La figura de Kast es una reacción a Boric. Si antes la rabia social empujó al electorado hacia la izquierda, hoy los chilenos piden algo que puede parecer básico, pero que se ha vuelto urgente: orden, seguridad, estabilidad económica y efectividad estatal. Kast ha moderado parte de su discurso más dogmático, centrándose en propuestas de seguridad y crecimiento económico, pero aun así no deja de levantar escepticismo por su ambigüedad respecto de algunos elementos de la dictadura de Pinochet.

No obstante, lo más importante es que Chile ha logrado sostener la democracia, el libre mercado y la alternancia en el poder. Ha demostrado una y otra vez su capacidad de frenar propuestas excesivas, como ocurrió con ambos borradores constitucionales. Y parece haber asimilado la convulsión del estallido social sin desbordarse. Tal vez esa sea la lección más poderosa que ofrece Chile hoy: la democracia puede ser puesta a prueba, pero no necesariamente rota.

La figura de Kast no es un caso aislado. América Latina está experimentando un giro hacia la derecha desde la llegada de Javier Milei en Argentina hasta la victoria de Rodrigo Paz en Bolivia, pasando por el ascenso de Daniel Noboa en Ecuador y la abrumadora popularidad de Bukele. Se consolida una nueva ola conservadora.

La derecha latinoamericana ha aprendido a reciclarse: ya no apela únicamente al orden y la ortodoxia económica, sino que explora discursos antisistema, se apropia de banderas nacionalistas y apela a un electorado frustrado, dispuesto a ensayar alternativas autoritarias con tal de frenar el caos. Esa mezcla, como lo muestra Chile, puede resultar potente en tiempos de crisis.

Boric llegó con un programa centrado en la desigualdad, las pensiones y los derechos sociales. Sin embargo, el clima de opinión giró rápidamente hacia la seguridad, la inmigración y el crecimiento económico. La llegada de cientos de miles de venezolanos en pocos años y la instalación de organizaciones criminales golpearon la percepción de tranquilidad en un país que durante mucho tiempo fue una excepción en la región.

Kast no solo ha sido vocal en su admiración por Bukele y Milei, sino que ha tejido lazos con Vox en España y republicanos de Estados Unidos: se empiezan a construir redes cada vez más articuladas entre los distintos movimientos conservadores del continente. La llegada de Kast al poder sería una pieza más en una transformación ideológica regional que, aunque no homogénea —como lo muestran los triunfos recientes de Sheinbaum en México o Lula en Brasil—, sí indica un giro: hoy, más que las etiquetas ideológicas, lo que está movilizando a los votantes latinoamericanos es la sensación de inseguridad, el miedo al deterioro institucional y el deseo de orden.

La pregunta de fondo no es solo hacia dónde se mueve el péndulo electoral, sino qué tanto las democracias latinoamericanas serán capaces de canalizar estos giros sin deteriorarse. La historia enseña que los virajes abruptos suelen alimentar nuevas frustraciones si no vienen acompañados de resultados concretos.

¿Hará parte Colombia en 2026 de la misma tendencia?

Los mesías de turno, sean de izquierda o de derecha, ofrecen el cielo y la tierra para conquistar el poder, pero una vez allí, las limitaciones estructurales, las resistencias sociales y la complejidad misma del Estado terminan desinflando cualquier ambición totalizadora. Así, los países quedan atrapados en una dinámica de frustración constante, acelerando el movimiento del péndulo político sin resolver sus problemas de fondo. Mientras persista el populismo como forma de acceder al poder —con soluciones simplistas para problemas complejos—, América Latina seguirá oscilando, cada vez con más vehemencia, entre promesas imposibles y desengaños previsibles.

Más allá de las etiquetas, lo que debería ocuparnos es si votaremos por soluciones o por castigos.

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