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Resulta casi imposible seguir a diario la constante, inagotable, actividad tuitera del senador opositor Gustavo Petro. A tal punto de que se necesitaría casi que dedicación exclusiva para hacer seguimiento a sus múltiples frentes abiertos de conflicto y polémica, como dedicación exclusiva requiere para él estar permanentemente en línea no solo con sus textos a modo de sentencias y juicios inapelables, sino reenviando los mensajes de sus seguidores.
El tono altisonante y sentencioso no tiene que ser, de por sí, objeto de descalificación, pues es propio de la libertad de expresión y, con mayor razón, cuando es la opinión de alguien que representa, en efecto, un sector político y una cauda electoral de oposición.
Estando claro ese derecho de opinar, expresarse políticamente, hacer control al Gobierno al cual se opone y proponer alternativas de gestión, está el derecho correlativo de la ciudadanía, de los sectores de opinión, de valorar si los mensajes de sus líderes políticos responden a la calidad, altura y solidez argumental que se requiere en un entorno democrático pluralista, respetuoso de las reglas y de la institucionalidad legítima.
El senador Petro ha pasado de su obnubilación por la “movilización popular” permanente para forzar la parálisis del Gobierno, de finales del año pasado, cuando promovía enardecidamente los paros nacionales, a la insensatez incendiaria de ahora al agitar la “desobediencia civil”, acompañada de perlas como desconocer al presidente Duque como Jefe de Estado, no pagar los servicios públicos, no enviar a los hijos al colegio cuando se abran las aulas, no acatar los decretos del estado de emergencia social y económica, etc.
Eso es desbordar la labor legítima de oposición política. Es la manifestación patente de que el senador, a pesar de llevar décadas incrustado en el sistema político y en responsabilidades legislativas y de Gobierno, no ha superado el esquema mental del sectarismo ideológico que lo impele a derribar las instituciones y la legalidad por la fuerza, imponiendo sus dogmas como única decisión política y moralmente aceptable.
La doctrina de la desobediencia civil, considerada aquí y ahora, en este país, debería ser sometida a una doble crítica argumental: una, desde los supuestos de hecho que le dan origen, y dos, desde la autoridad moral de quien la promueve. Ni en la una ni en la otra podría prosperar. Ni estamos en una dictadura –no una de aquellas que gustan y complacen a tantos de los seguidores del senador Petro– ni la ciudadanía está sometida a un régimen de iniquidad ni explotación que anule sus derechos y libertades.
En segundo lugar, solo un país que ha olvidado toda clase de crímenes y ha soslayado todas las responsabilidades de quienes los cometieron, puede ver como normal –como aceptable éticamente– que hoy los mayores impugnadores de la institucionalidad y los más severos censores de toda clase de comportamientos sean quienes pasaron décadas desconociendo cualquier norma, fuera esta legal, política, o ética.
Llamar al desconocimiento de la legitimidad del actual presidente es romper una de las reglas de oro del juego político: reconocer y aceptar la decisión de las mayorías en las urnas. Si Petro sigue promoviendo el caos y la implantación de la anarquía como método preferente para alcanzar el poder, esa misma ciudadanía a cuya conciencia él dice apelar, debe tener la claridad conceptual de lo que se viene pierna arriba al sistema democrático colombiano y a la estabilidad de sus instituciones, su economía, su estructura de derechos y garantías, y sus márgenes de libertad para opinar, discrepar y tener visiones alternativas de la política.