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Clima, inflación y hambre

Lo que está en juego no es solo el precio del pan o del café, sino la estabilidad social y la confianza en las instituciones. El clima no espera, y el hambre tampoco.

09 de agosto de 2025
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  • Clima, inflación y hambre

En Colombia, como en buena parte del mundo, surtir la mesa todos los días se ha venido convirtiendo en un ejercicio cada vez más exigente. Para millones de familias el acto cotidiano de hacer mercado suele ser un cálculo doloroso.

El panorama no es nuevo, pero sí más grave. Las cifras son elocuentes: en Colombia, los alimentos han aumentado un 78 % en seis años, y productos básicos como el arroz, los huevos o el aceite han más que duplicado su precio desde 2019. Este encarecimiento no es sólo producto de la inflación doméstica; es el reflejo de un sistema agrícola global que trata de hacer equilibrio en medio de las olas de calor, las sequías y las inundaciones sin precedentes.

Al cambio climático hay que pararle bolas. La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) y la OMS (Organización Mundial de la Salud) acaban de publicar su informe sobre seguridad alimentaria y concluyen que los precios de los alimentos van a seguir incrementándose debido a esas manifestaciones extremas del clima. Y concluyen, con obvia preocupación, que esto provocará más hambre y más aumento de los precios de eso que los colombianos llamamos canasta familiar.

Según la FAO y la OMS, si queremos cumplir la meta fijada para eliminar el hambre en el mundo e impulsar la agricultura sostenible, no vamos por el camino correcto. Y uno de los factores que más repercute en esa incertidumbre es la inflación persistente de los precios de los alimentos, que en la actualidad están un 35% por encima de los niveles del 2019, año previo a la pandemia del covid.

Las consecuencias han sido nefastas. El poder adquisitivo en muchos países ha disminuido, torpedeando el acceso a dietas saludables, aumentando la malnutrición infantil y el riesgo de hambrunas en las regiones más vulnerables. El informe explica que semejante situación se debe a dos hitos que aún afectan: la pandemia y la guerra en Ucrania. Problemas que, para efecto del hambre, se agudizaron cuando los países decidieron responder con estímulos fiscales expansionistas y políticas monetarias que multiplicaron la presión inflacionaria.

Investigaciones de centros internacionales demuestran cómo, entre el 2022 y el 2024, el cambio climático fue el principal causante del incremento de muchos precios de alimentos. Con el agravante de que, según la evidencia, el impacto del calentamiento de la atmósfera y de los mares ya sería imparable, pese a los esfuerzos para contenerlo.

Los ejemplos le dan la vuelta al mundo. En España e Italia, debido a las olas de calor, el aceite de oliva subió hasta un 50% en un año. Mientras que las sequías provocaron que la cebolla subiera un 80% en la India, el arroz un 48% en Japón, el café un 55% en Brasil, las verduras un 80% en California hasta llegar al caso extremo del cacao en Costa de Marfil que se pegó la trepada en un 300%. Y si pensamos en inundaciones, imposible no mencionar las de Pakistán en 2022 que generaron un aumento del 50% en los precios de los alimentos. En el caso particular colombiano, alimentos tan básicos como arroz, huevos, aceite o pan tajado subieron más del 100% entre el 2019 y el 2025.

El poder frenar este ascenso depende de algo que tal vez suene a utopía pero que es imprescindible: voluntad política global. La magnitud del desafío obliga a mirar más allá de fronteras y calendarios políticos. La historia demuestra que, cuando las crisis son percibidas como inminentes y colectivas —como ocurrió con la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial—, la cooperación puede ser más que un discurso. Hoy, la crisis alimentaria que se puede configurar en un futuro próximo, derivada del cambio climático exigiría un esfuerzo similar.

Colombia tiene aquí una tarea doble. Por un lado, consolidar los programas para proteger a su población más vulnerable con redes de seguridad alimentaria, que no dependan exclusivamente de la volatilidad del mercado. Por otro, asumir con seriedad la transición hacia una agricultura climáticamente inteligente, que no solo se defienda de las inclemencias del tiempo, sino que reduzca su propia huella ambiental. Antioquia, con su diversidad productiva y su tradición de innovación agroindustrial, podría liderar en el país ese viraje.

Lo que está en juego no es únicamente el precio del pan o del café, sino la estabilidad social y la confianza en las instituciones. Porque, si algo demuestra la experiencia reciente, es que el clima no espera, y el hambre tampoco.

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