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Tres años de soledad

El problema es que un país no se gobierna en solitario. Gobernar no es publicar decretos desde el teléfono, ni exigir obediencia sin construir confianza. La soledad del poder no solo es triste: es peligrosa.

hace 7 horas
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  • Tres años de soledad

“Me parece que el presidente Petro está hoy en una etapa de mucha soledad. La soledad de los gobernantes no es buena”. La frase, pronunciada esta semana por Roy Barreras —ex senador y ex embajador del presidente Gustavo Petro— no es una anécdota menor. Es una alerta que permite identificar ese rasgo de la personalidad del Presidente que ha sido característica medular de su gobierno: ha gobernado tres años en soledad.

Esa soledad es el resultado de un estilo que privilegia el monólogo sobre el diálogo, la desconfianza sobre la cooperación y la sospecha sobre la crítica. Y a la hora de hacer balances, como este de sus tres años de Gobierno, se convierte en elemento de análisis primordial.

La soledad de Petro no comenzó con la Presidencia. Es parte de su ADN político. Quienes lo conocen lo han descrito desde antes como una suerte de llanero solitario y a pesar de que al asumir la Presidencia pareció intentar abrirse al mundo, rápidamente regresó a su zona de confort: el aislamiento.

El número de ministros que han pasado por su gabinete da cuenta del problema. Sesenta en total. Eso significa al menos tres por cartera, si no más. Un promedio de un ministro por año. ¿Por qué no permanecen? ¿Qué tipo de liderazgo produce tal inestabilidad? ¿Cómo impacta esa rotación en la ejecución de políticas públicas? ¿Cuántos recursos se han perdido en esta espiral de ensayo y error?

En su arranque, Petro buscó construir un gabinete plural, con perfiles técnicos como Alejandro Gaviria, Cecilia López, José Antonio Ocampo y Jorge Iván González. Sin embargo, el experimento duró apenas seis meses. Fueron destituidos sin contemplación.

Comenzó entonces una segunda temporada: Gustavo Petro se quiso acompañar de un gabinete ideológicamente afín, compuesto por personas que no le pidieran explicaciones ni lo cuestionaran. Esa segunda temporada también llegó a su fin. El día exacto fue el 1 de febrero de este año cuando Petro inauguró su consejo de ministros televisado y el gabinete aprovechó para exponer las tremendas fracturas del gobierno a los ojos de todo el país. Lo que pretendía ser un acto de transparencia terminó convertido en un reality show político. Varios ministros salieron “eliminados por convivencia”.

Desde ese momento algo se rompió en el Gobierno como si fuera una porcelana. Petro prefirió a Benedetti, eligió al cuestionado, al polémico, por encima de los leales a su proyecto de izquierda. Para esta tercera temporada, el gobierno empezó a ser tomado por personajes como –además de Benedetti–, Alfredo Saade, Holman Morris, y el exalcalde de Medellín, Daniel Quintero, que aprovechó el desorden y la soledad para poner sus fichas en el Estado.

Desde entonces han pasado seis meses y la sensación es que, como en las series, el Gobierno pierde calidad con cada temporada.

Petro siempre ha desconfiado. En 2007, aún como senador, confesó que dormía con una metralleta al lado por si lo intentaban asesinar. Su círculo de confianza es mínimo, y lo encabeza Augusto Rodríguez, excompañero del M-19 y hoy director de la Unidad Nacional de Protección. No solo lo cuida: también lo aísla. Le refuerza la idea de que está en peligro. No sorprende entonces que Petro haya llamado “traidores” a sus ministros ante todo el país.

El resultado es un gobierno vacío de voces críticas. Cada ministro que intentó ejercer con autonomía ha sido apartado. La vicepresidenta, que osó decir que “estaban mejor antes”, fue condenada al ostracismo. Solo quedan quienes aplauden los hilos de X, quienes traducen la complejidad del Estado en lealtad personal. A estas alturas, la figura de Petro se asemeja más a la de un monarca solitario que a la de un presidente en un estado democrático.

Un signo de esa soledad es el que se la pase escribiendo extensos mensajes en la red social X. Parece que en el mundo virtual donde puede insultar, pelear, pontificar, se siente más cómodo que en el mundo real donde gobernar exige escuchar, dialogar y construir consensos.

Tal vez no sea coincidencia que Petro insista en citar Cien años de soledad y, en plena crisis diplomática con Estados Unidos, haya escrito que él era “el último de los coroneles Aurelianos Buendía”. Un personaje, recordemos, que vivía rodeado de gente, pero sin vínculos duraderos. Encerrado en sí mismo.

El problema es que un país no se gobierna en solitario. Gobernar no es publicar decretos desde el teléfono, ni exigir obediencia sin construir confianza. La soledad del poder no solo es triste: es peligrosa.

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