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Editorial

¡Dejen esa bulla!

Pese a que hay todo un tinglado de entidades, planes y reglamentos para controlar el ruido en el Valle de Aburrá, la contaminación acústica aumenta cada día. Lamentablemente las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento de las normas brillan por su ausencia.
¡Dejen esa bulla!
ilustración morphart Publicado

La contaminación acústica en el área metropolitana de Medellín no parece tener freno, por el contrario, la percepción de los habitantes es que cada día aumentan los decibelios y las consecuencias nefastas para la salud y para la tanquilidad del día a día.

La oficina del Área Metropolitana del Valle de Aburrá (AMVA) puso en marcha desde hace varios años el Plan de Acción para la Prevención y Control del Ruido. Y para ayudarse en la toma de decisiones, cada cuatro años realiza unos Mapas de Ruido del Valle de Aburrá. El último de ellos se hizo en el 2018 y ya en ese momento los resultados preocupaban pues superaban los 72 decibeles, bastante por encima de los 65 que la OMS indica que son los permitidos para no ver comprometida la salud.

Sin embargo, habrá que esperar un año más, hasta el 2022, para conocer los nuevos resultados y saber si las metas de reducción que el AMVA se había propuesto para el 2030 van por buen camino. Pero no es difícil pensar que esto va a ser imposible porque la percepción del ruido no ha hecho más que aumentar.

Barrios residenciales como Laureles o zonas como Itagüí son sólo un par de ejemplos del descontrol que existe. La invasión de locales comerciales que buscan llamar la atención de sus clientes, los vendedores ambulantes que vocean sus productos por altoparlantes y los artistas callejeros que se enfrentan en cada esquina con toda una batería de bafles convierten las zonas residenciales -a ciertas horas- en una verdadera tortura. Y como si fuera poco, se suma el ruido en aumento de los vehículos y motos que se multiplican y para los que las medidas del pico y placa no son suficientes.

Se sabe que el exceso de ruido genera cambios en los comportamientos de las personas y puede causar problemas cardiacos, hipertensión, afecciones cerebrovasculares, estrés, depresión, trastornos del sueño, pérdida de la audición y tinitus (zumbido en los oídos).

La pregunta central es dónde está la autoridad que haga cumplir las normas que existen. Los encargados de controlar el ruido en el espacio público en algunas de las alcaldías no se sabe de qué lado están: si del de los ciudadanos agobiados o del lado de la bulla y la parranda. Se puede legislar de manera apropiada, pero si las reglas se quedan en el papel y nadie las aplica, todo pierde sentido. Y si a esto se le suma el saber que no habrá sanciones, no cuesta imaginar que el terreno para el descontrol está abonado.

La prevalencia del interés general sobre el particular debería ser siempre la máxima a seguir. Si el diagnóstico está claro, si existen las herramientas de control apropiadas y hay personal preparado para obligar a cumplir con el reglamento, no se entiende que pasen los días y el ruido del comercio siga creciendo de manera desbordada. No es aceptable seguir amparándose en la crisis pospandemia, para aplicar con laxitud las normas que nos permiten convivir a unos con otros. Siempre habrá una razón para querer ir por libre y pensar solo en el bien individual, pero la realidad es que existimos en sociedades que sólo pueden funcionar si hay respeto por el bien común. Y es función de las autoridades (y también de los ciudadanos) velar por el cumplimiento de esas reglas básicas que le permiten a una ciudad funcionar con normalidad. En lugar de normalizar el ruido

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