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En Estados Unidos, país donde los símbolos tienen especial significación y presencia, los mismos que su población incorpora a su memoria cívica y reproduce en diversas formas de expresión, ingresará a la galería de las imágenes indelebles, evidentemente como antivalor, la estampa del policía Derek Chavin, de Minneapolis, mientras asfixia con su rodilla, durante 8 minutos y 46 segundos, aprisionando el cuello de un hombre afroamericano, esposado, sometido y tirado por la fuerza en la calle. Hoy más de medio país clama contra la brutalidad policial contra personas como George Floyd.
La entrada del siglo XXI hizo pensar que problemas enquistados en el tejido social norteamericano, como el racismo, quedaban definitivamente atrás. Y la llegada a la Presidencia de un afroamericano, Barack Obama, reforzó esa creencia, que se formulaba más bien como aspiración. Pero no ha sido así. Son reiterados los hechos de violencia contra minorías raciales, especialmente la población negra. Con independencia de que haya actuaciones policiales activadas por denuncias previas sobre presuntos hechos delictivos, el exceso de fuerza o directamente la muerte a quemarropa ha sido documentada desde hace muchos años. Más en esta época, cuando cada ciudadano porta una cámara en su aparato celular.
Son muchas las preguntas de si este “disparar (y eventualmente matar) y después preguntar” es un patrón de conducta de los departamentos de Policía, habida cuenta de que tantas veces esos homicidios o no tienen consecuencias penales o las tienen de forma muy atenuada. Hay quienes incluso consideraron tímidas las posturas del expresidente Obama ante el tema estando en el poder, pues si bien lamentaban el hecho y se dolían por la muerte de una persona, no condenaban de forma explícita el acto abusivo, o a veces directamente criminal, de los agentes de policía.
Ante este nuevo caso, la actitud del presidente Donald Trump ha sido la esperable de su talante provocador, cosa que por supuesto no le resta un ápice de gravedad. Se ha concentrado en criticar a las autoridades de Minneapolis, y a frivolizar con la capacidad del Servicio Secreto de repeler las protestas ante la Casa Blanca y la predisposición de sus agentes a emplear “perros feroces y armas sofisticadas” a quien sobrepase las líneas de protección exterior. También, de acusar a la izquierda radical y a los demócratas de estar dirigiendo las protestas y los disturbios.
Más razonable y sensato ha sido su contrincante para las próximas elecciones de noviembre, Joseph Biden, quien dijo que “protestar contra la brutalidad (policial) es correcto y necesario. Pero no lo es quemar bienes comunitarios y destruir innecesariamente. La violencia que pone vidas en peligro no lo es. La violencia que destruye y cierra negocios que sirven a la comunidad no lo es”.
Es este acontecimiento cada vez más cercano, a las elecciones de noviembre, y la agresiva campaña que le precede, lo que determina y mediatiza todas las declaraciones y decisiones incendiarias de Trump. Desde su giro insólito de desestimar el riesgo del covid-19 para pasar luego a culpabilizar a la Organización Mundial de la Salud (y retirar a su país de ella), hasta dinamitar los consensos internos del G-7 queriendo meter a la brava a Rusia, pasando por sus pleitos comerciales con China y con la Unión Europea.
Son muchos los fuegos prendidos en Estados Unidos que, sin embargo, resiste y sostiene sus instituciones al margen de las críticas a la Casa Blanca. Trump está decidido a complacer a su electorado con radicalismos cada vez más peligrosos. Toda una enorme masa restante de votantes tiene la opción de redefinir el rumbo o de persistir en las posiciones extremas