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Tal parece que corren malos tiempos para el centro en el espectro político. Si algo muestran los resultados de las elecciones en el mundo, en lo que va corrido del año, es que los votantes se han posicionado en los extremos. Acaba de ocurrir en Hungría de nuevo. Tras doce años en el poder, el ultraderechista Viktor Orbán arrolló en las legislativas de ese país y obtuvo una mayoría absoluta en el Parlamento. Se convierte así en el nuevo dolor de cabeza de la Unión Europea, que durante años ha tenido que torear como ha podido sus constantes ataques a la libertad de prensa y a los derechos de inmigrantes y colectivos lgbtq+.
Orbán llega a su cuarto mandato con renovados ímpetus. En sus primeras y muy ufanas palabras alcanzó a decir: “este es un triunfo tan grande que se puede ver desde la luna y, ciertamente, desde Bruselas”. Perpetúa con su ironía ese modelo en el que ha encuadrado a la sociedad húngara y que consiste en enfrentar constantemente los intereses de Hungría con los de la Unión Europea. Además, aprovechó para reiterar su apoyo, el único de toda la Unión, a Putin.
Su habilidad para aferrarse al poder es incuestionable. En esta oportunidad supo interpretar el miedo de los electores al cambio debido a la época de incertidumbre que se vive por la guerra. Si en un principio los ejes de sus propuestas eran contra la corrupción y el europeísmo, dio un timonazo a tiempo y cambió el lema de su campaña por paz y seguridad. Así logró vencer en casi todo el país, excepto en Budapest y otras dos ciudades, lo cual revela la división que existe entre el entorno urbano y el interior de Hungría. La oposición, que en esta oportunidad unió a seis partidos de izquierda y derecha, solo alcanzó el 35 por ciento de los votos.
Sin embargo, se podría decir que su victoria tiene un sabor amargo, pues pasa en el momento de mayor aislamiento internacional que haya sufrido. Sus socios del grupo de Visegrado (Polonia, República Checa y Eslovaquia) recelan de él por su cercanía con Putin, mientras que en los gobiernos de Europa occidental despierta muy poco entusiasmo desde hace años. Algunos hasta han llegado a pedir su expulsión del club.
La cuestión migratoria es la bandera que siempre ha enarbolado Orbán en su “lucha cultural” contra la Unión Europea. Hungría ha levantado muros en sus fronteras, ha relacionado sin la más mínima prudencia a los refugiados con el terrorismo y la criminalidad, ha hecho devoluciones en caliente, impide solicitar asilo y realiza detenciones en zonas de tránsito. El tribunal europeo le ha exigido cambios en sus posturas y él se ha negado de frente.
Otro tema polémico es el cerco que ha construido alrededor de las ONG para dizque proteger la seguridad nacional de la influencia extranjera, pero en el fondo lo único que pretende es silenciar las voces críticas. Para ello creó una normativa incompatible con las directrices europeas y cuya ley fue finalmente derogada por el parlamento húngaro.
Y otra ley polémica es la que restringe el acceso de niños y jóvenes a cualquier información sobre homosexualidad y transgénero, que incluye recomendaciones como no ver películas de Harry Potter hasta la mayoría de edad porque tratan temas de identidad sexual o suspender el musical de Billy Elliot porque incita al homosexualismo. Todo un canto a la discriminación de la gente basada en su orientación sexual, lo que hizo que Bruselas la tachara de ley “vergüenza”.
Y al respecto de su posición frente a Rusia, a quien le compra el 80 por ciento del gas que consume su país, Orbán también es motivo de preocupación constante para la comunidad internacional. No porque sea el único líder que admira a Putin, porque otros también lo han demostrado a lo largo de los años, como Mateo Salvini de Italia, Marine Le Pen de Francia o Donald Trump de Estados Unidos. No, el problema con Viktor Orbán es la capacidad que tiene para contagiar a otros vecinos con propaganda similar a la del estilo ruso sobre la guerra en Ucrania. Y esto, siendo miembro de la Unión Europea y de la Otan, que quieren mostrar un frente unido en relación con Rusia.
Pero a los hechos: Orbán gobernará durante otros cuatro años a Hungría siguiendo la misma fórmula de política populista de ultraderecha que tan bien le ha funcionado. Continuará su pique con Bruselas y aprovechará su inmenso poder estatal para reprimir todo aquello que le produce miedo. Aparentemente, de esto también están hechas las democracias