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Cuando investigar al hijo del presidente se convierte en un oficio de alto riesgo, el problema ya no es solo de la salud de la justicia, sino que se configura un fallo en el corazón mismo de la democracia.
El proceso penal contra Nicolás Petro, el hijo del Presidente de la República, se está convirtiendo en una radiografía perturbadora del poder. No solo por los delitos que se investigan —enriquecimiento ilícito, lavado de activos y tráfico de influencias—, sino por el extraño y sistemático asedio que se ha producido contra los fiscales e investigadores encargados del caso.
Tres fiscales —Mario Burgos, Lucy Laborde y Víctor Forero— sintetizan un patrón alarmante: todos han sido apartados, perseguidos o disciplinados tras avanzar en la causa contra el hijo mayor del presidente Gustavo Petro. Los tres, además, han sido objeto de ataques, directos o velados, por parte del propio mandatario. Lo que en principio parecía una secuencia de episodios aislados, hoy configura un entramado sistemático de acoso institucional y deslegitimación pública, con un inaceptable abuso del poder, por parte del Presidente de la República.
El fiscal Mario Burgos fue quien inició la investigación y lideró la imputación inicial. Tras revelarse un video del interrogatorio en el que Nicolás Petro confesaba haber recibido dineros indebidos —que iban dirigidos a la campaña presidencial de su padre—, Burgos fue acusado de filtrar información y ejercer presión indebida. Realmente absurdo: no está probada la filtración, ni la presión. Por el contrario, el país fue testigo de los videos de Nicolás Petro en los cuales se mostraba dispuesto a contar toda la verdad.
Más allá del debate técnico, la consecuencia fue política: su remoción del caso. Un juez, posteriormente, obligó al presidente a rectificar sus declaraciones contra Burgos, reconociendo que vulneró sus derechos fundamentales al llamarlo “narcofiscal”. Pero la rectificación se dio a regañadientes, en la madrugada de ayer y con el claro propósito de mantener el relato presidencial sobre una supuesta conspiración judicial.
La fiscal Lucy Laborde, quien asumió la causa tras la salida de Burgos, denunció recientemente presiones internas de la Fiscalía. A través de una carta enviada a la fiscal general Luz Adriana Camargo, reveló que le fue impuesta una fiscal de apoyo sin su solicitud ni justificación técnica, justo cuando preparaba nuevas imputaciones por hechos que vinculan a Nicolás Petro con presuntas gestiones ante altos funcionarios del Gobierno y contratos en la Gobernación del Atlántico. ¿Acaso le pusieron a alguien que la espiara? ¿Para contarle luego a quién? ¿La fiscal Camargo de qué lado está? Más preocupante aún, la fiscal Laborde señaló reuniones intempestivas, solicitudes de compartir información reservada y maniobras administrativas por parte de la Fiscalía que atentan contra su autonomía, en abierta contravía del principio constitucional de independencia judicial.
El caso de Víctor Forero, investigador del CTI, es aún más grave. Tras 16 años de servicio en la Fiscalía, fue retirado del cargo después de avanzar en la recolección de pruebas clave contra Nicolás Petro. Desde entonces, denuncia seguimientos, amenazas, interceptaciones ilegales y un intento deliberado de destruir su reputación. Asegura que desde la misma Fiscalía se fraguó una campaña mediática en su contra, orquestada en reuniones internas de las que informó directamente a la fiscal general. La respuesta institucional, según Forero, fue escasa: apenas una remisión a la dirección de protección, sin investigación alguna sobre las denuncias.
Estos tres testimonios no deben leerse por separado. Lo que revela es una constante: cada intento de avanzar en la judicialización de Nicolás Petro se topa con un obstáculo.
En Colombia tenemos, lamentablemente, una historia de persecución a jueces y fiscales —sobre todo los ataques al sistema judicial en la era del narcotráfico—, pero este nuevo asedio a los operadores de justicia debe prender todas las alarmas. Está en juego la capacidad del Estado para garantizar que ningún ciudadano, por poderoso que sea, esté por encima de la ley.
Más aún, el presidente Gustavo Petro, que en campaña se presentó como defensor de la transparencia y enemigo de los privilegios, ha adoptado una actitud hostil y revanchista frente a los fiscales de su propio hijo. Desde sus redes sociales —transformadas en trinchera de combate político— ha sembrado dudas sobre sus intenciones, su honorabilidad y su independencia. Esto no solo desnaturaliza su papel como jefe de Estado, sino que debilita gravemente la confianza pública en el equilibrio de poderes.
Cuando investigar al hijo del presidente se convierte en un oficio de alto riesgo, el problema ya no es solo de la salud de la justicia, sino que se configura un fallo en el corazón mismo de la democracia.