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Editorial

El escándalo Pegasus

El programa espía Pegasus se vende como el virus más potente e indetectable del mundo para infiltrar teléfonos.
Publicado

El último escándalo que ha desatado Pegasus, ese instrumento de espionaje y vigilancia masiva creado por la compañía israelí NSO, no debería sorprender a nadie. En esta oportunidad, el turno ha sido para España, pero no hay país que pueda librarse de la sombra del espionaje de este spyware. Si lo primero que se destapó tenía que ver con políticos independentistas, el asunto ha ido escalando de manera tal que el gobierno ha denunciado que los teléfonos de Pedro Sánchez, presidente del gobierno español, y su ministra de Defensa también estuvieron intervenidos hace un año.

A estas alturas sería ingenuo creer el argumento con el que la empresa productora defiende a Pegasus. Dice que, simplemente, es una herramienta poderosa para perseguir a criminales y terrorismo, por lo que solo se vende a agencias estatales y gobiernos. Pero la realidad de las pruebas ha demostrado que se utiliza desde hace años en actividades ilegales contra periodistas, organizaciones, disidentes, políticos, académicos o cualquier objetivo, violando sistemáticamente derechos como el de la privacidad.

NSO Group, la firma que comercializa el programa espía Pegasus, no ha parado de generar escándalos desde su fundación en 2010. Y todos ellos tienen que ver con el uso indebido que los clientes de la empresa hacen de un virus que se vende como el más potente e indetectable del mundo para infiltrar teléfonos. Y una vez que conquista su objetivo, puede escuchar conversaciones, leer mensajes encriptados y hacer fotos y videos con la cámara del terminal. Miedoso, ¿no cierto? Pero, ojo, no es el único, porque existen otros, como Candiru —también procedente de Israel— que ha sabido permanecer más escondido de la actualidad mediática, pero que, se sospecha, es igual o más potente que Pegasus. Como se pudo saber en 2017, este último fue utilizado para intentar silenciar a al menos 180 periodistas en 20 países, cuando se comprobó que tenían sus teléfonos infectados.

Lo que se destapó hace unos días en España es algo que debería avergonzar a cualquier Estado que se precie de ser democrático. El pasado 18 de abril, Citizen Lab, un laboratorio multidisciplinar de la Universidad de Toronto, denunció, con el apoyo de Amnistía Internacional, el espionaje de al menos 65 teléfonos pertenecientes a figuras políticas catalanas, sus familiares y abogados, así como a representantes de la sociedad civil y de organizaciones no gubernamentales, todas ellas vinculadas al independentismo catalán.

Más allá de cualquier consideración política e ideológica que merezcan las actividades de algunos de los políticos implicados, son ciudadanos a los que, presuntamente, se les han violado derechos fundamentales bajo la manida excusa de la “Seguridad Nacional”, esa que en tantos casos ha servido para no responder por actos de Estado que los medios denuncian.

Realmente, este último escándalo es un caso muy oscuro del que faltan datos y pruebas y, seguramente, nunca se conocerá toda la verdad. Pero si se llegara a confirmar en toda su extensión, haría temblar los cimientos de cualquier Estado. De ahí que sea interesante, valioso y necesario reflexionar sobre los valores democráticos y los derechos y libertades fundamentales. Si se produjo, ¿bajo qué amparo legal se realizó? ¿Y con qué control judicial? Lo que ha ocurrido debe ser una oportunidad para cuestionar el alcance y los límites de la vigilancia digital, especialmente para evitar que sean un riesgo sustancial para los derechos humanos.

Las agencias de inteligencia y las autoridades policiales deben contar con armas digitales para combatir a los delincuentes de todo tipo y proteger al resto de los ciudadanos. Eso está claro, pero esto no puede ser excusa para el uso indiscriminado del espionaje sobre cualquier ciudadano, que con el solo hecho de tener un celular se encuentra a merced de fuerzas oscuras que pueden acceder a toda su información. Porque si esta vez ha sido un país europeo el que se ha visto desbordado por semejantes niveles de espionaje, el uso ilegal de estas tecnologías terminará alcanzando también a cualquier otra nación.

Como escribió Juan José Millás en su columna de ayer en El País: “Formamos una tupida red en la que espiamos y somos espiados sin otro objetivo que el de conocer nuestro precio para compararlo con el de los demás”. A este paso, lo escandaloso será no ser espiados 

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