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Como una consecuencia del proceso de urbanización, en Colombia, como en el resto de América Latina, la comida procesada está desplazando a la tradicional, en otras palabras, a los alimentos caseros producidos con base en víveres frescos. El problema con esto es que muchos de esos alimentos transformados son sometidos a procesos o contienen ingredientes que garantizan su conservación o mantienen el sabor del producto.
El consumo de los alimentos procesados y ultraprocesados, y es una discusión internacional, acarrea consecuencias de salud pública. Un ejemplo lo trae Barruti en el New York Times (junio 23 de 2019), quien muestra que la ingesta promedio de azúcar en América Latina está más de cinco veces por encima del límite saludable y es uno de los factores que incide en la hipertensión, que causa 800 mil muertos al año, y la diabetes tipo 2 que sufren 25 millones de latinoamericanos y que le cuestan al sistema de salud 65 millones de dólares al año. En Colombia, se estima que 4 millones de personas sufren hipertensión. En el caso de la diabetes mellitus se estimó que existen 2 millones diagnosticados y probablemente un millón más de colombianos que no tienen diagnóstico de un profesional de la salud.
En el país se ha querido aprovechar la experiencia internacional en relación con la normativa para los alimentos procesados, teniendo en consideración los elementos de salud pública mencionados. En efecto, en la legislatura que viene de terminar se presentó un proyecto (214 ) que buscaba que los hogares colombianos pudieran tener información veraz sobre lo que están consumiendo y para que puedan hacer la elección que más les convenga.
De forma totalmente desafortunada, el proyecto fue archivado. La razón es clara: si bien la propuesta de etiquetado frontal advertía con claridad sobre los ingredientes que contiene un determinado alimento y que tienen la posibilidad de afectar su salud, también puede perjudicar la demanda por esos productos y, en consecuencia, las ventas de quienes los fabrican. Una vez más los consumidores perdieron la batalla frente a esa realidad de la industria de alimentos.
Hay que continuar adelante e insistir en el etiquetado porque las consideraciones de salud pública deben primar sobre los intereses particulares. La legislación chilena sobre el tema, en su momento la más avanzada, y la de Perú y Uruguay muestran que la industria alimenticia puede reformular sus productos utilizando elementos menos nocivos y, solo con eso ganamos todos.
Al Congreso de Colombia hay que recordarle que es conveniente para nuestra salud contar con buena información sobre los alimentos que estamos ingiriendo. Hemos podido avanzar en contar con regulación que nos garantice que la cantidad de producto sea la que dice el empaque y que se estipule con claridad la fecha de vencimiento del alimento perecedero. Eso realmente es lo mínimo, pero hay que lograr que se adopte un etiquetado que advierta sobre los peligros, y que sea claro y fácil de entender. El costo-beneficio, uno de los argumentos esgrimidos, debe mirarse como un tema a largo plazo y no es conveniente quedarse solo en el corto plazo. Al fin de cuentas, se trata de la salud de jóvenes y viejos, de padres e hijos, se trata de un bien común.