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Si estuviéramos en otro momento de la historia, este próximo 7 de agosto, el presidente Iván Duque tal vez saldría en medio de aplausos de la Casa de Nariño.
Tiene para mostrar resultados importantes, incluso de dimensiones históricas. El crecimiento económico más alto del que se tenga memoria (10,6% el año pasado y este año puede estar por encima del 6,5) y ya se recuperaron todos los puestos de trabajo perdidos en la pandemia. En esa tenebrosa pandemia, el gobierno Duque no solo logró vacunar a todo el que se apuntó sino que Colombia fue calificado como el mejor país de América Latina en el manejo del covid y el número 12 en el mundo, según Bloomberg, que hizo un estricto seguimiento a las estadísticas.
El gobierno de Iván Duque logró por primera vez en la historia matrícula cero para los estudiantes de educación superior pública (720.000 colombianos que podrán acceder a una formación superior sin tener que pagar). Les brindó a 1,8 millones de migrantes venezolanos el Estatuto de Protección Temporal, que les permite trabajar, acceder a bienes y a derechos como la educación y la salud; un gesto humanitario que enaltece a Colombia ante el mundo y es ejemplo para muchos países que han optado por la xenofobia.
En cuanto a las obras de infraestructura se espera que antes de dejar el poder, Duque haya entregado 18 de las 29 vías 4G que comenzó el gobierno de Santos. Una demostración de que no importa quién comience las obras tienen que terminarse bien y pronto para beneficio del país.
Y puso en marcha una transformación energética que pone hoy a Colombia como un referente en el mundo: tres subastas de energía eólica y solar que permitirá que la generación con estas energías limpias en el país pase del 0,2% al 14% de toda la matriz energética. Además, dejó dos primeros pilotos de hidrógeno verde en operación y la hoja de ruta que permitirá generar 50.000 megavatios de energía eólica costa afuera, es decir, casi tres veces la capacidad instalada hoy de todo el parque de generación.
Todo eso se dice fácil, pero cada uno de esos logros exige mucho trabajo, a veces creatividad y audacia y, sobre todo, mucho compromiso con el país.
Por supuesto también hay frentes en los que el Gobierno Duque queda en deuda. Llegó ofreciendo acabar con la mermelada y se mantuvo firme hasta que se dio cuenta de que su gobernabilidad estaba en juego y dio su brazo a torcer. El intento de sacar a Maduro del poder en Venezuela, vía Juan Guaidó, era una idea creativa pero como no resultó bien, terminó siendo una suerte de caricatura. En materia de derechos humanos y muertes de líderes sociales su gobierno no logró mostrar empatía. Lo de poner objeciones a la JEP fue una torpeza, porque se quedó con el pecado y sin el género. Y, tal vez lo más grave, no pudo torcerle el pescuezo al nivel exagerado de cultivos que recibió del anterior gobierno.
Es verdad que su gobierno sacó de circulación a cabecillas de bandas criminales, incluido Otoniel, el sucesor directo de los hermanos Castaño y de Pablo Escobar; es cierto que deja al país con la tasa de homicidios más baja de los últimos 40 años; pero la existencia de más de 235.000 hectáreas de hoja de coca es el origen del asesinato de la mayoría de líderes sociales, y el caldo de cultivo de miles de traquetos que pervierten la legalidad y delincuentes que no le van a permitir el sosiego a nuestro país.
Duque nunca tuvo una oportunidad. Desde antes de posesionarse estaba ya decretado que se le iba a rotular como un mal presidente. Lo llamaban “subpresidente”, por ejemplo, en alusión a una supuesta y nunca comprobada sumisión al expresidente Uribe. Aún sin empezar lo habían graduado ya como enemigo de la paz, y le atribuían una frase que jamás fue suya, la de “hacer trizas” el acuerdo con las Farc. De entrada lo calificaron como incapaz para pacificar a Colombia, cuando no había tenido tiempo ni de mover un dedo, y sin tener en cuenta que, gracias a los incentivos perversos del proceso con las Farc, Duque recibía un país literalmente inundado de cultivos de coca, invadido por narcotraficantes extranjeros, y ocupado en buena parte por organizaciones criminales fuertemente armadas y muy bien financiadas.
Ese fenómeno, de juzgar a un gobernante cuando ni siquiera ha comenzado, es muy propio de la cultura inflamada y superficial de las redes sociales. De hecho, ya en Colombia habíamos tenido una experiencia reciente que podría haber servido como anticipo de lo que venía. Cuando Enrique Peñalosa fue elegido alcalde de Bogotá en 2015, varios grupos decretaron una oposición total, cerrada, férrea y absoluta a las acciones de Peñalosa cuando este ni siquiera había empezado sus funciones. En ambos casos, las redes sociales, sin importar lo que hicieran, ya les había emitido una condena inapelable.
Seguramente dentro de quince o treinta años, en alguna facultad de Historia se hará la pregunta de qué tal fue el gobierno de Iván Duque Márquez. Y sea este dictamen favorable o desfavorable para el Presidente, al menos emergerá de la consideración analítica y desapasionada de los hechos. Una tarea para la cual parece no estamos listos en la sociedad colombiana actual