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Una semana después del asalto al Capitolio instigado por Donald Trump, se produjo el miércoles pasado la primera consecuencia política. La mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, apoyada por algunos republicanos, aprobó la proposición de acusar al presidente Donald Trump por el cargo de “incitación a la insurrección”. El objetivo final es lograr que el Senado apruebe el impeachment (destitución) de Trump y que sea declarado inhabilitado para ser elegido en el futuro.
Una parte muy importante de la opinión estadounidense considera que la aprobación del artículo de destitución decidido por la Cámara era inevitable. La gravedad de las acciones de Trump hacía ese proceso ineludible porque representan una amenaza contra la democracia. Como presidente, Trump quiso aferrarse al poder buscando la anulación forzada de una elección que de forma incuestionable había perdido.
Para ello, inició una insidiosa campaña de acusación de fraude en las urnas, afirmando que la prensa, las cortes y algunos políticos habían emprendido una conspiración contra él. Derrotado en las cortes optó por presionar a los funcionarios que estaban realizando los reconteos. Su último recurso fue intimidar al Congreso, con el apoyo de sus seguidores más radicales, y presionar a su vicepresidente, Mike Pence, para impedir que se llevara a cabo la certificación de los votos del colegio electoral.
El proceso del impeachment es complejo y políticamente arriesgado. Para los republicanos, la disyuntiva es si retiran el apoyo a uno de los suyos, que además cuenta con un caudal electoral importante, o se prestan para mantener la impronta del trumpismo en el partido y, de paso, fortalecer a su ala más radical, supremacista y violenta.
Los demócratas, por su parte, son conscientes de que deben concentrarse en la transferencia de poder, como lo ha solicitado el presidente electo. El juicio contra Trump les impone la búsqueda del apoyo de los republicanos para obtener su destitución, ya que se requiere que dos tercios de los senadores la aprueben. En esas condiciones, es poco probable que se obtenga la destitución de Trump. Pero incluso, aún si se lograra, no necesariamente eso significa que sea inelegible para futuras elecciones, porque para ello sería necesaria una nueva votación, que requeriría otro desgaste de los demócratas para obtener 17 votos republicanos en el Senado, con posible sacrificio de iniciativas progresistas en el primer año de gobierno de Biden.
Esa última situación trae consigo otra complicación, y no es cualquiera sino una de orden constitucional: ¿puede un presidente ser sometido a un juicio político de destitución después de haber dejado su cargo?
Para algunos eso podría ser inconstitucional, para otros hay que proceder en todo caso por el nefasto precedente que sentó Trump y la necesidad de que tenga consecuencias jurídicas y políticas. Lo que se considera conveniente es que la Corte Suprema se pronuncie para fijar jurisprudencia que evite que en el futuro un presidente incurra en faltas que lo lleven a juicios políticos. Además, porque en el caso particular de Trump, un efecto colateral de ese juicio sería inhabilitarlo y evitar que presente su nombre para la campaña presidencial de 2024.
Llegados al punto de la destitución y la ineligibilidad, Trump y los suyos jugarán las cartas de presentarse como una víctima de la venganza de los demócratas, y pedir su rehabilitación electoral para retornar a la arena política. En todo caso, el nuevo presidente asumirá mandato el próximo miércoles y el protagonismo pasará, así sea momentáneamente, a la nueva administración