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El último de los siete ministros de Justicia y del Derecho que tuvo Juan Manuel Santos en sus dos gobiernos, Enrique Gil Botero, impulsó un plan de acción legislativa que desde hacía años estaba en los proyectos de ese Ministerio, que era el de depurar la legislación colombiana.
El objetivo era identificar las normas que habían agotado su objeto, que estaban en desuso, obsoletas por el cambio de los tiempos, que no tuvieran utilidad o que fueran incompatibles con el régimen constitucional vigente desde 1991. Tarea complicada, dispendiosa y que exigía claridad en la búsqueda e interpretación de esas normas.
Al final quedaron definidas 11.845 normas (entre leyes, decretos o reglamentos), y se presentó un proyecto de ley de iniciativa gubernamental con varios anexos y el listado de las normas. De estas, unas serían declaradas por el Congreso como “no vigentes”, y otras directamente derogadas.
El proyecto de ley hizo su tránsito legislativo y fue aprobado por Senado y Cámara de Representantes en sus debates reglamentarios, y remitido el pasado 8 de julio a la Presidencia de la República para la sanción del Jefe de Estado. Y todo parece indicar que los parlamentarios votaron el proyecto, pero no atendieron el listado -extensísimo- de anexos con los miles de normas que iban a sacar de juego. Y en ese listado iban leyes que aún se aplican, que tienen efectos jurídicos actuales y que han creado situaciones procesales que aguardan definición por parte de los jueces y magistrados.
De tamaño error advirtió, en lo que le concernía directamente, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, en carta dirigida el pasado 9 de julio a la Secretaría Jurídica de la Presidencia de la República. Si el proyecto de ley entraba en vigor, quedaría derogada la Ley 600 de 2000, anterior Código de Procedimiento Penal, pero cuyas normas siguen aplicándose en procesos tales como los que se les siguen a los aforados constitucionales.
La propia Presidencia procedió de forma oportuna a devolver el proyecto al Congreso, mediante la figura constitucional de objeciones presidenciales por motivos de inconveniencia, y allí enumeró otros errores que no encuentran explicación: se derogaba el decreto del año 1953 que creó el DANE, entidad que quedaría entonces sin base legal, e igual de grave, la ley de 1931 que creó la Superintendencia de Sociedades.
Las objeciones presidenciales están plenamente justificadas y ambas cámaras del Congreso deberían hacer una autocrítica y acogerlas. Sea que haya que volver a darle trámite al proyecto, sea que se puedan subsanar los errores, no debe entrar en vigencia una ley que acarrearía tamañas consecuencias negativas y que crearía aún más caos jurídico.
Si se determinan responsabilidades o no por estos errores, es una posibilidad más bien remota. Lo que sí se puede pensar es la conveniencia de crear un cuerpo especializado de juristas en el Congreso, como existe en tantos otros países, que, con régimen de carrera, sin depender de partidos políticos, se constituya en asesoría especializada para una buena labor legislativa. La calidad de la producción legislativa deja mucho qué desear. Errores flagrantes en materia constitucional, o de redacción legal, clave en el buen entendimiento y posterior cumplimiento de las leyes. Como en este caso, donde la “depuración normativa” habrá de ser sometida, a su vez, a su propio proceso de depuración.