Pico y Placa Medellín
viernes
3 y 4
3 y 4
El 4 de febrero de 2008 millones de colombianos salieron a las calles en la más grande manifestación nacional conocida hasta entonces. Bajo el lema “Un millón de voces contra las Farc” -que fueron, de largo, más de un millón- colombianos de todas las edades, condiciones, regiones y creencias políticas salieron, aquí y en el exterior, a gritar su repudio y su más enérgico rechazo contra las prácticas criminales de esa guerrilla y, en concreto, contra una de las más brutales, crueles y degradantes contra la dignidad humana: el secuestro.
Hacía pocos meses que las agencias de inteligencia, y no las Farc, habían revelado que once de los diputados de la Asamblea del Valle del Cauca secuestrados en 2002, habían sido ejecutados a traición, muchos de ellos baleados con fusil por la espalda. En uno más de sus actos de ignominia y soberbia criminal, los jefes guerrilleros de entonces -casi todos en activo ahora bajo otros ropajes- dijeron que la culpa de esa masacre bárbara era del Ejército.
En 2008 la ciudadanía mostró el hartazgo con los crímenes atroces de las Farc, luego de años, décadas, en que cientos de familias sufrían una agonía diaria al saber que sus seres queridos, en lo profundo de selvas y montañas, eran sometidos a vejámenes, tratos crueles, humillaciones, maltrato y la amenaza permanente de ser asesinados, y la ruina posterior al pago por la libertad.
Las víctimas de secuestro que tenían la suerte de salir vivos narraban sus penalidades ante un país endurecido. Muchos escribieron libros donde el sufrimiento que describían era tan brutal que buena parte de la sociedad prefirió ignorarlo. Los jefes guerrilleros responsables de dar las órdenes de secuestro se beneficiaban, por demás, del amparo ideológico de ciertos sectores intelectuales e incluso jurídicos que, contra toda evidencia, seguían juzgando estos crímenes de guerra como “delitos políticos” o “conductas legítimas” dentro de una “guerra” donde la fuerza agresora era la del Estado. Esas tesis cuentan aún con predicamento, y su doble moral dice que quien recuerda y denuncia estos crímenes es “enemigo de la paz”.
Solo algunos exsecuestrados o familiares de las víctimas pudieron, en su momento, decirles a los cabecillas guerrilleros el dolor que les habían causado, el sufrimiento insuperable. Y otros de ellos han acudido ante la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) a relatar detalladamente su calvario. Testimonios emblemáticos como los de Íngrid Betancur o Clara Rojas han conmovido aquí y afuera, con la paradoja de que, al tiempo, hay quienes piden que a los directamente responsables de estos crímenes les sean concedidas todas las medidas de gracia posibles.
La JEP emitió esta semana un auto donde dice: 1) Los actos delictivos (“toma de rehenes”) existieron. 2) No son crímenes amnistiables. 3) Los miembros del secretariado de las Farc participaron en estos crímenes.
Lo que sigue es un procedimiento de la ley de justicia transicional. Algunos de los excabecillas acusados son hoy senadores de la República y persisten en calificar sus crímenes como “errores”, mientras a diario se permiten dictar lecciones de ética política y criticar acciones del gobierno legítimo y democráticamente elegido, como si fueran más reprochables que las atrocidades que justifican en sus constantes homenajes a los comandantes guerrilleros fallecidos o encarcelados.
Trece años después del grito inequívoco de un país entero una justicia especial -en cuya formación participaron las propias Farc- pone negro sobre blanco en una providencia los hechos, que no había forma de ocultar ni eludir. Todavía no hay imposición de penas que, en todo caso, serán simbólicas y alejadas del daño causado. Es, en todo caso, y así sea solo parcial, una forma de resarcimiento moral a miles de víctimas y a un país que sufrió una sevicia criminal que jamás será posible lavar.