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Editorial

Hay que parar las matanzas

El país está alarmado con los crímenes que cobran la vida de grupos de personas inermes. Sean masacres o matanzas, la discusión semántica no cambia la suerte de las comunidades atacadas.
Hay que parar las matanzas
ilustración Morphart Publicado

Aunque la semántica importa y las categorías legales de los crímenes –su tipificación penal– también, la horrenda realidad de tantas comunidades que sufren el inclemente acoso de grupos armados ilegales no se va a aminorar por el hecho de que a los crímenes que sufren se les designe “masacre”, “homicidios colectivos” o “matanza”.

Esos términos podrán tener connotaciones políticas o no, según quién y para qué los pretenda usar (o contra quién). Pero el pueblo colombiano comprende que lo que hay es una racha de violencia continuada, en varios sectores del país, y que caen niños, jóvenes, lo mismo que líderes comunales y sociales.

Para algunas entidades de derechos humanos, se habla de masacre cuando hay más de tres víctimas mortales, personas que están desarmadas y, generalmente, ajenas al conflicto o la actividad criminal de los perpetradores del crimen.

Las circunstancias y número de las definiciones varían, y de allí que lo que es masacre para una entidad de derechos humanos, no lo sea para las autoridades estatales. Pero, repetimos, a los muertos y a sus familias esta discusión les aporta poco, o nada, en tanto su proyecto de vida quedó eliminado por un agente violento que, en tantos y tantos casos, queda en la impunidad.

Según la Oficina de Derechos Humanos de ONU en Colombia, en 2017 hubo 11 matanzas, en 2018 sumaron 29, en 2019, 36, y en lo que va de 2020 llegan a 38, aunque las cifras varían. La Policía dice que son 12.

En las últimas dos semanas van 36 muertos. Antioquia, 23 de agosto, en Venecia, tres jóvenes (17, 21 y 23 años). Arauca, 21 agosto, 5 personas. Cauca, (agosto 21), 6 muertos en el corregimiento Uribe. En Nariño, 3 masacres: 21 de agosto, Tumaco, 6 muertos, dos desaparecidos; 18 de agosto, Ricaurte, 3 indígenas Awa; Samaniego, 15 de agosto, 8 muertos, todos jóvenes. Valle del Cauca, 11 de agosto, cinco menores, en Cali.

Dos elementos comunes en las zonas donde se han ejecutado el mayor número de masacres son la disputa de territorios por el poder sobre los cultivos ilícitos, laboratorios, corredores estratégicos para el tráfico de armas y narcóticos y la presencia residual o casi nula del Estado. No es una lucha por el poder político. Regiones abandonadas a su suerte, faltas de medios de transporte, escuelas y a merced de los violentos.

Es claro que el narcotráfico está campeando, que los carteles mexicanos tienen gran presencia y alianzas con las mafias locales, camufladas bajo supuestas banderas de autodefensas, causas guerrilleras y otras. El narcotráfico es la pólvora con la que se hace esta guerra, la causa por la que se enfrentan todos los grupos para proveerse de armas y someter a la población.

Samaniego fue una zona de alta presencia de las Farc por ser un corredor estratégico para la producción y envío de narcóticos y entrada de armas desde Ecuador o a través del Pacífico, razón por la que la presencia del Estado, así solo fuera con Policía y Ejército debería ser fuerte y permanente, pero no lo es. Las manifestaciones de inconformidad durante la visita del presidente Duque el fin de semana a ese territorio es muestra de que el Estado debe ser más estratégico en la región.

Las matanzas y homicidios selectivos, con presencia de nuevos actores en las áreas de la Colombia profunda en las que campearon por décadas las Farc, tiene también fuerte incidencia en otros fenómenos como el desplazamiento forzado que el año pasado expulsó de sus viviendas y territorios a 14.000 personas, según Acnur. En 2018 habían sido 16.000.

El reto para el Gobierno es enorme, incluso teniendo razón en repudiar la utilización politiquera de este dolor colectivo. Y a las Fuerzas Armadas, el llamado para recuperar su eficacia y resolución en la persecución de los grupos criminales de toda condición.

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