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Editorial

La cárcel de Bukele

Publicado

Para muchos fue un operativo cinematográfico. Una puesta en escena y una demostración de poder contra las maras. El traslado de 2.000 presos salvadoreños a la nueva cárcel inaugurada hace un mes por el presidente Nayib Bukele se hizo en el más estricto secreto, pero con una cobertura de cámaras y medios técnicos que ya la quisieran muchos directores de películas. Pasados los días y con el reposo que permite la distancia vale la pena hacerse una pregunta: ¿es esta realmente la solución a los problemas de violencia que afronta desde hace varias décadas El Salvador?

El escenario del que se parte en esta historia es abrumador. Las maras han causado 130 mil muertes en los últimos 30 años. Roban, extorsionan, asesinan y violan sin que ningún gobierno, desde el fin del conflicto civil en 1992, haya logrado acabar con ellas. La gente corriente, honrada y trabajadora ha visto cómo sus movimientos se restringían cada día más debido a la imposibilidad de caminar libremente porque el control de las calles estaba en manos de estos grupos criminales convertidos en contrapoder del Estado.

Llega Bukele a la Presidencia en 2019 y comienza la lucha mediante una estrategia que denominó Plan de Control Territorial, que consta de 5 fases. La última, en la que se encuentran en este momento, es la Extracción, que consiste en “extraer la plaga de pandilleros”. Durante el último año, en el país centroamericano se han capturado más de 64 mil personas señaladas de ser pandilleros. Para conseguirlo, establecieron un régimen de excepción que le permitió al gobierno suspender libertades constitucionales y entrar a las casas sin orden judicial, realizar detenciones sin pruebas y reducir la edad penal de 16 a 12 años de edad.

Según Human Rights Watch (HRW) se han cometido “abusos a gran escala”, que incluyen hacinamiento extremo, violaciones del debido proceso, falta de garantías, detenciones masivas y muertes bajo custodia.

En tan solo siete meses, de manera absolutamente secreta, se construyó el Centro de Confinamiento del Terrorismo que es, según dice el gobierno salvadoreño, la cárcel más grande de América, pues está en capacidad de albergar hasta 40 mil presos. Allá va a ir a parar gran parte de estos detenidos.

Las descripciones que se han hecho de esta megacárcel no permiten pensar que vaya a cumplir una misión de reinserción de los delincuentes en la sociedad. Más bien se trata de un lugar en el que quien entre no vuelve a salir y en donde la función de castigo se ejercerá con tal rigor que difícilmente habrá segundas oportunidades. El elemento transformador del que tanto hablaba Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar no se ve por ningún lado. Da la sensación de que el presidente Bukele ha decidido combatir el crimen que tanto ha golpeado a su país “desapareciendo” a los pandilleros detrás de unos muros de los que nuca más saldrán, sin que se tenga muy claro cómo se solucionarán los problemas estructurales que dieron origen a esta lacra social.

De ahí que se cuestione el valor de esta medida a pesar de la apabullante aprobación de los salvadoreños en las encuestas. Porque ese aparente triunfo sobre las pandillas no se está dando sobre la base de una recuperación del terreno perdido por parte del Estado, sino que más bien lo que se está produciendo es el desplazamiento de una forma criminal por otra más eficiente. Al menos así parece indicarlo el hecho de que mientras el presidente salvadoreño se jacta de bajar los índices de violencia provocados por las pandillas, las ONG denuncian muertes, detenciones arbitrarias y torturas.

Sin duda estamos ante uno de los grandes dilemas de las sociedades de América Latina. ¿Qué hacer ante la fragilidad de las instituciones que deja tantos vacíos para que prospere el crimen y para que los ilegales impongan su imperio criminal a costa del dolor y el sufrimiento del resto de la sociedad?

El ideal, por supuesto, es que las instituciones mantengan el monopolio de la autoridad respetando todos los estándares de derechos humanos. Y hacia ese ideal deberíamos marchar todas las sociedades. Sin embargo, por momentos la gente pierde la esperanza de que pueda lograr tranquilidad y seguridad por las buenas, y por eso aplauden a rabiar cuando alguien lo hace a las malas. El 85% de popularidad de estas medidas en El Salvador, así parece indicarlo.

Lo que para parte de la población puede significar un alivio, para muchos otros significa arbitrariedad e injusticia, porque en el desarrollo de este plan son muchos los inocentes que caen. El Estado que debe proteger a todos los miembros de una sociedad renuncia a principios básicos del derecho.

Bukele ha querido darle un nombre grandilocuente a su actuación y la ha bautizado como la Guerra entre el Bien y el Mal. No admite críticas ni debates, presume de su política de mano dura y con ella pretende lanzarse a las elecciones de 2024. A tenor de las encuestas se podría pensar que va a triunfar. Pero a mediano plazo, habrá que ver cuál es el costo para el país.

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