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Editorial

La cátedra Samuel Moreno

Moreno era la cara visible de un engranaje criminal que se parapetó en la Alcaldía de Bogotá.
Publicado

El caso del exalcalde de Bogotá, Samuel Moreno, quien murió producto de un infarto mientras pagaba sus varias condenas, bien podría tomarse como ejemplo y convertirse en una cátedra magistral de colegio o de universidad.

Moreno era la cara visible de un engranaje criminal que se parapetó en la Alcaldía de Bogotá. Mientras Samuel sonreía, se hacía el bacán y les echaba chistes a los periodistas; por detrás operaba a toda marcha una máquina que le pegaba tremendas mordidas al patrimonio de la gente de Bogotá.

Emilio Tapia, que era una especie de asistente de Iván Moreno —el hermano de Samuel y considerado cerebro del saqueo—, escribió en una página de excel la lista de los negocios que tenían en cada secretaría y empresa del Distrito. La magia era sencilla: pedían una mordida de entre 8% y 10% en todos los contratos. Ninguno se salvaba. El saqueo se ha calculado en 2 billones de pesos.

Se trata del mismo Emilio Tapia que, como lo documentó EL COLOMBIANO, estuvo rondando por Medellín, tal vez con las mismas intenciones en 2021, hasta cuando lo volvieron a mandar a prisión. En la época de Samuel Moreno, Tapia se instaló en una casa de campo en la Hacienda San Simón, en las afueras de Bogotá; y en 2021 se instaló en las afueras de Medellín, en una casa finca en Llanogrande.

La cátedra Samuel Moreno serviría para ver si el país en general, y las nuevas generaciones en particular, de una vez por todas empezamos a entender que la corrupción, esa suerte de veneno que fluye por las alcantarillas de la burocracia, hace demasiado daño.

Nos hemos conmovido hasta lo más profundo de nuestro ser, y con toda razón, con las imágenes de la destrucción que produjo el terremoto en Turquía y Siria, que ya suma 25.000 muertos. De la misma manera deberíamos también aterrarnos e indignarnos por los daños que produce la corrupción.

Los efectos desastrosos de los corruptos no se ven de un momento a otro: si hoy un secretario o un hermano de un alcalde —como se ha documentado en el caso de Samuel y de otros mandatarios— piden a los contratistas 8% o 10% del negocio para metérselos en sus bolsillos, mañana no se verá caer ningún edificio ni nadie se va a morir automáticamente.

Pero sí se va erosionando algo más profundo, que es la confianza de la sociedad, y se van quedando sin recursos las necesidades más urgentes de la gente —la alimentación de los niños, por ejemplo, fue uno de los botines de Samuel y sus secuaces—, los viejitos dejan de ser atendidos y los colegios empiezan a desplomarse.

Las reacciones a la muerte de Samuel Moreno muestran que cada vez el país está más hastiado de la robadera. “Pasó a la historia como el rostro de la peor corrupción en Bogotá”, escribió un curtido periodista. “Me entristece la muerte de Samuel Moreno. Una vida verdaderamente perdida”, trinó el presidente Gustavo Petro. “La de Samuel Moreno, es la vida más desperdiciada que conocí. Tenía todos los privilegios. No le faltaba nada. La ambición lo llevó al desprestigio, a la cárcel y a la tumba”, anotó el senador Gustavo Bolívar.

El Estado no le falló al país en el caso de Samuel Moreno. El exalcalde de Bogotá rompió varios récords en materia penal en Colombia. Recibió tres condenas que sumaban, al menos en el papel, 96 años de pena privativa de la libertad.

Ninguno de las decenas de miles de funcionarios condenados en Colombia por corrupción alcanzan números como esos. Pero lo de los 96 años era apenas una cifra en un papel porque en la práctica el Código Penal solo permite penas efectivas de hasta 60 años. El exalcalde Moreno, antes de su muerte, alcanzó a alegar que le habían impuesto “tres cadenas perpetuas” y su abogado lo secundaba diciendo que “para un hombre de 60 años, 30 años es una cadena perpetua”.

Apenas pagó 12 años, quedó debiendo muchos más. Pero sin duda su condena marcó un antes y un después contra la corrupción. Hasta ese momento muchos creían que podían robar, luego pagar unos pocos años de cárcel y salir a disfrutar el botín.

En el caso de Samuel no importó que se tratara de un alcalde de Bogotá, ni el nieto de un expresidente (el general Gustavo Rojas Pinilla, cabe recordar, el único presidente de Colombia en haber sido declarado indigno por el Congreso por haber multiplicado por 40 su patrimonio, sin explicación, mientras fue presidente), la justicia fue implacable.

Hay quienes dirán que el sitio de reclusión en la estación de Carabineros del Parque Nacional era muy cómodo, puede ser, pero tenía la marca de indigno. La expropiación de la histórica casona de su mamá, a los 90 años de María Eugenia Rojas, sin duda algún dolor profundo les causó. Por no hablar de sus hijos a quienes sin duda estas lamentables acciones de su papá les deben haber traído muchos problemas.

Samuel e Iván robaron todo eso y nunca dejaron de ser los personajes de poca estatura que siempre fueron. Tal vez no hay peor ladrón que quien se roba la plata de los impuestos que con tanto esfuerzo millones de laboriosos ciudadanos le entregan al Estado para que este construya bienestar para todos. Ese tipo de seres que se llenan asquerosamente sus bolsillos con dinero de los demás y nunca quedan satisfechos, por más plata que roban nunca logran llenar el vacío que tienen en su propio ser

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