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Editorial

La vida de Leyner Palacios

Publicado

“Tengo mucho miedo y me voy a esconder para que no me maten, no quiero que vean mi ataúd lleno de mi cuerpo”. Esas escalofriantes palabras fueron escritas el pasado domingo en la noche en Twitter por Leyner Palacios, miembro de la Comisión de la Verdad.

De él casi que puede decirse que es de profesión sobreviviente. Nació en Bojayá, en Chocó, sobrevivió a la masacre del 2 de mayo de 2002, uno de los crímenes más horrendos de que tenga memoria nuestro país, ocurrido cuando cilindros bomba lanzados por las Farc cayeron sobre la iglesia donde mujeres, niños y hombres se refugiaban de los combates que ocurrían a su alrededor.

Leyner Palacios es sobreviviente también de la violencia anterior a ese episodio y de las posteriores. Varias veces, por amenazas serias y fundamentadas, su vida ha estado en peligro. De hecho uno de sus escoltas fue asesinado en Cali. Esta vez llegaron mensajes de WhatsApp al celular de su hija en los que le decían que tenía 12 horas para salir del Chocó.

La vida de Leyner Palacios debe ser protegida, ese es el ideal, como deben serlo también las vidas de todos los colombianos objeto de amenazas de las guerrillas, disidencias y bandas criminales (hoy llamadas con el eufemismo de “organizaciones de alto impacto”).

Se suponía que la llegada al poder de Gustavo Petro sería el fin de la violencia contra líderes sociales. Y sería el fin de las masacres. Y de la intimidación armada en las veredas y barrios de Colombia. Así se desprendía al menos de las críticas incesantes que, durante cuatro años, día y noche, y sin ahorrar epítetos, hicieron el propio Petro y varios de sus seguidores contra el gobierno anterior.

Por esta misma razón, y por el hecho de que varios de los asesinados fueron firmantes del acuerdo de paz con las Farc, al gobierno de Iván Duque se le acusó de haber incumplido este acuerdo, e incluso hay quienes se han valido de esa circunstancia para justificar a las disidencias que, traicionando el compromiso con Colombia, volvieron a las armas.

Fue tal la avalancha de acusaciones que muchos tal vez equivocadamente entendieron que el infierno iba a parar tan pronto Gustavo Petro llegase al poder. Pararían las masacres y los asesinatos de líderes sociales y se podría respirar paz en los territorios de Colombia.

Bueno, nada de eso ha ocurrido. A los líderes sociales los siguen matando, los siguen intimidando, los siguen expulsando de sus territorios. Las masacres siguen ocurriendo, algunas de ellas en zonas urbanas o en áreas metropolitanas. Y la promesa de poner fin a esta matazón quedó en veremos.

Según cifras de Indepaz, desde la posesión del presidente Petro hasta el 8 de febrero habían ocurrido 47 masacres en Colombia. ¡47! Han sido asesinados 81 líderes sociales.

No se trata aquí de salvar el pellejo de un gobierno, el que ya pasó, ni de cuestionar al actual. Se trata de retratar una realidad que nos agobia profundamente: la muerte de líderes sociales. Y sobre todo de aprender lecciones.

Una de ellas es que esa realidad no se va a resolver simplemente porque se señale al mandatario de turno como culpable. Es una lectura muy simplista de esta tragedia y olvida considerar las inmensas complejidades que hay en las violencias colombianas.

Esas acusaciones tienen además cierta dosis de irresponsabilidad y de inmoralidad: señalar a mi adversario de asesino para ganar terreno en la disputa política, sin tener prueba alguna y con el único propósito de agitar a la sociedad, en últimas es utilizar el sufrimiento de las víctimas y de sus familias en beneficio propio.

En el mejor ánimo constructivo, esperemos que estas amargas experiencias sirvan al gobierno para rectificar su política de cese generalizado y unilateral de la acción militar y policial, y se revisen también los fundamentos de la política de “paz total”, una iniciativa que pone toda la carga del éxito en la buena voluntad de secuestradores, narcotraficantes y asesinos.

Nunca es tarde para entender que la protección de la vida implica el ejercicio efectivo de la autoridad

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