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Editorial

Las falsas democracias

El ambiente en Latinoamérica está cargado y se ve claramente la erosión de los valores democráticos que hasta hace poco se compartían.
Publicado

Hay un virus que se extiende por toda América Latina de manera paulatina, pero constante, y que podría describirse como una ola anticonstitucionalista que ataca de manera indiscriminada a la democracia. El más reciente ejemplo lo ha dado Nayib Bukele, presidente de El Salvador, quien anunció que se presentará a la reelección en 2024 a pesar de que la constitución de su país prohíbe mandatos consecutivos. Nada distinto a lo que ocurrió en Venezuela, Bolivia y Nicaragua, pero igual de peligroso por el efecto contagio que genera.

Se está volviendo una constante la acumulación de poder sin límites de líderes populistas y autoritarios que se hacen elegir por medios democráticos, pero que, cuando asumen el mando, dejan a un lado los principios de la democracia y acomodan las cosas según sus propias necesidades para gobernar sin controles. El denominador común es que siempre están en contra de la separación de poderes, el Estado de derecho y la alternancia en el poder. Y lo más preocupante es que ocurre a la vista de todos, sin que la comunidad internacional se pronuncie en contra de manera contundente.

En la propagación de este virus tienen mucho que ver las diferentes tensiones que se han generado en el continente. Las consecuencias económicas de la pandemia, los efectos inflacionarios de la invasión de Rusia a Ucrania, la corrupción, la alta criminalidad y en general, un clima de inestabilidad e inconformismo a causa de la desilusión política en la región. A esto se le suma un factor externo con el que no se contaba antes: el respaldo económico proporcionado por China a regímenes autoritarios que han encontrado en empresas de ese país fuentes alternativas de inversión, préstamos e ingresos por exportaciones. Lo anterior les permitió un respiro a líderes populistas como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales, que mientras tanto se dedicaban a socavar los sistemas de control y equilibrio democráticos de sus respectivos países.

El ambiente en Latinoamérica está cargado y se ve claramente la erosión de los valores democráticos que hasta hace poco se compartían. Salvo pocas excepciones, los países de esta área han ido descendiendo en las listas de democracias sólidas. En semejante contexto que tenemos de crisis económicas y fiscales, cada vez hay más experimentación en el manejo del Estado. Muchos regímenes inexpertos que hacen promesas poco realistas en las que el sector público crecerá exponencialmente y los impuestos se subirán, como si esta fuera la panacea para todos los males. Y como si los riesgos de fuga de capital y estancamiento legislativo no fueran bastante altos.

No es que no se necesite el cambio, no es que no haya que rectificar, claro que sí. Pero hay que tener mucho cuidado para no caer en las garras de eso que Moisés Naím ha llamado las tres P: populismo, polarización y posverdad.

La dinámica es bastante clara. El populista se encarga de propagar un relato en el que los pobres lo son porque alguien es rico; buscan un culpable y lo encuentran en las élites tradicionales y luego profundizan y amplifican una división de la sociedad entre quienes representan los intereses de los oprimidos y los opresores. Así se llega a la polarización. Y luego ya la posverdad se encarga del resto. Usan la desinformación y la distorsión de la realidad para transformar en verdad un relato político.

Y no hay que olvidar el desprecio de los líderes autoritarios por el conocimiento y la academia. Se ha visto en el México de López Obrador o en el Brasil de Bolsonaro. Es precisamente el querer ignorar la ciencia lo que conduce a repetir experiencias que fracasaron en el pasado. O a retrasar el camino para encontrar soluciones a distintos problemas.

¿Pero qué hacer para combatir este mal que se extiende?

Hay que recuperar la fe en la democracia como ideal y como aspiración mediante la educación cívica, y combatir el adoctrinamiento. No comer cuento, permitirle a la razón que prevalezca sobre la emoción y concentrarse en los hechos. Convertir las utopías en ideologías, no en herramientas para distorsionar la realidad. Y aquí valga la pena llamar la atención hacia esos políticos, intelectuales y comunicadores que, desde países desarrollados, apoyan cierto tipo de decisiones que jamás aceptarían en su propio entorno. Como lo dijo hace dos días Gabriel Boric, presidente de Chile, en una charla en la Universidad de Columbia, en Nueva York, hay avances de la civilización que no se pueden medir con un doble rasero moral. Quienes atentan contra los valores democráticos deben ser tratados como parias políticos. Ahí no hay vuelta de hoja 

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