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Colombia tiene siempre una larga lista de tareas pendientes: somos una sociedad a la que le falta superar muchas carencias y curar injusticias. Todas ellas, que son bien conocidas, están en lugares prioritarios de nuestra agenda, no solo para este año, sino hasta que hayan sido superadas.
Por supuesto, también tenemos logros que otros países envidiarían y no podemos perder de vista. Nuestras instituciones, así a veces flaqueen, son un patrimonio que solo apreciaremos si llegamos a perderlas.
En 2022 tendremos, en ese contexto, dos retos muy especiales. Empecemos con la temporada electoral que ocupará nuestra atención al menos en la primera mitad del año. Iremos a las urnas el 13 de marzo para elegir, por un lado, al Congreso y, por el otro, a los candidatos únicos de las coaliciones a través de las consultas.
Esta vez las consultas son definitivas, porque, tal y como están planteadas, son una fase eliminatoria clave que podrá dejar bien o mal parados a los que pasen a la siguiente ronda.
Luego, el 29 de mayo volveremos a las urnas para la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Y en caso de que ningún candidato obtenga en ella la mayoría absoluta, nuevamente se abrirán las urnas el 19 de junio para la segunda vuelta entre los dos de mayor votación.
Pero en esto hay más que un simple calendario: en cada año electoral, de alguna manera se ponen a prueba la integridad y la credibilidad de nuestra democracia y de nuestras instituciones. Quienes están al frente de ellas deben ser absolutamente fieles a su deber, no solo porque es lo que la ley les manda y porque es su obligación con los ciudadanos, sino porque de no hacerlo el daño que causan es amplio y de profunda resonancia.
Colombia ha merecido admiración a nivel latinoamericano e incluso mundial por la manera como, en medio de tantas dificultades y conflictos en su historia, ha logrado mantener la democracia electoral, el respeto por los resultados y la transferencia pacífica del poder. Lamentablemente, hay sectores cuyas plataformas se basan en desconocer absolutamente los esfuerzos y los logros del país y exageran al máximo grado cualquier imperfección para afirmar que aquí jamás ha habido democracia. Esas personas saben bien que sí la ha habido y, probablemente, lo que ellas buscan es acabarla, para lo cual les resulta útil deslegitimarla. Por esto, y por muchas otras razones, es crucial que la integridad y la transparencia del proceso sean totales y no se le dé alimento a quienes, afirmando defender la democracia, tienen como proyecto acabarla.
Además de lo anterior, sería ideal que todos los candidatos se comprometan, como factor común mínimo, a que de ser elegidos respetarán las instituciones democráticas y constitucionales. Sabemos que al mundo lo recorre el fantasma del populismo autoritario y no hay por qué creer que Colombia está vacunada. Hay, por lo menos, un candidato que ha insinuado que no respetará los dictámenes institucionales ni los contrapesos del sistema si estos le llegaran a ser adversos, con el sofisma de que “la ciudadanía es la dueña de las instituciones”. Léase: si las instituciones fallan en mi contra les echo la calle encima.
Siguiendo con el horizonte de 2022, es inaceptable que en Colombia sigamos viviendo manifestaciones tan extremas de ausencia del Estado como las que hemos tenido que ver en los primeros días de este año, cuando en Arauca las organizaciones criminales dejaron un baño de sangre. La situación en muchas otras zonas del país, de Tumaco al Catatumbo y del Cauca al Chocó, es igualmente desesperada.
Eso es inaceptable. El esfuerzo debe ser total para instaurar en toda Colombia la autoridad y la jurisdicción del Estado y para que no sean las bandas sicariales las que gobiernen la vida de la gente. No desconocemos que esto tiene profundas raíces; entre ellas, una gran lentitud con la que debió ser tarea inmediata tras la firma del acuerdo de paz: copar el territorio con institucionalidad. Tampoco desconocemos los esfuerzos actuales y los resultados, pero tenemos que ir más allá: la baja o el sometimiento de cabecillas son avances, pero bien pueden resultar insuficientes si no hay copamiento del territorio: un cabecilla es reemplazable.
Naturalmente, hay mucho más, y no de menor importancia: controlar la inflación sin ahogar la economía; brindar oportunidades a ese 30 % de jóvenes que no tienen estudio ni trabajo. Y una lista de tareas profundas cuyo abordaje tendrá que continuar paralelamente con los dos desafíos que nos presenta este año